Seis años más tarde
—¡Que sí lo he hecho! —protesté por el móvil antes de apartarme y
mirar a los dos diablillos que correteaban por el salón—. ¡SILENCIO!
Jay se detuvo de golpe, divertido, y Ellie se chocó inmediatamente con su
espalda. El impacto la mandó al suelo y, acto seguido, empezó a enrojecer
por la rabia.
¡Alerta Ellie!
—Jack. —La voz de Jen, al otro lado de la línea, sonaba a advertencia—.
Como vuelva a casa y me encuentre a un niño subido al tejado…
—¡Eso solo pasó una vez!, ¡y fue culpa de la niña!
—¡Es tu responsabilidad!
—Jen, ¿quién soy yo para coartar su naturaleza salvaje?
Ellie me miró, todavía roja de rabia —y ahora también ofendida—,
mientras que Jay le ofrecía una mano para ayudarla a levantarse.
Pero mi niña tenía tanto de pequeña como de rencorosa, así que solo
aceptó su mano para lanzarlo al suelo mediante el agarre. Casi al instante,
se convirtieron en una confusa masa de tirones que rodaba por el salón.
Suspiré, me sentía agotado.
—Oye, Jen. No es que esté sucediendo ahora mismo, ¿eh? Porque, no está sucediendo…, pero…, ejem…, ¿qué se suele hacer cuando empiezan a
morderse?
—¡¿Mordiscos?! ¡Sepáralos ahora mismo!
—¡Te he dicho que no está suce…!
—¡Jack, sepáralos! ¡No me hagas enfadar!
—Te enfadas por cualquier cosa —protesté.
Alguien le habló de fondo, pero se lo quitó rápidamente de encima para
volver a atenderme.
—Tienes razón, cariño, lo siento —murmuró—. Es que os echo
muchísimo de menos. Por suerte, mañana os veré. Acuéstalos temprano,
dale un baño a Jay y acuérdate de levantarte antes que Ellie o te encontrarás
la cocina y el salón hechos un desastre.
—Que sí, mamá oso. Nos vemos mañana.
—Hasta mañana. Te quiero.
—Y yo a ti, Mushu.
—¡Jack…!
Colgué antes de que pudiera regañarme. Era temerario, no suicida.
En cuanto lancé el móvil a un lado, me quedé mirando a mis hijos. Jay
tenía seis años, el pelo castaño, revuelto y hecho un desastre —no podíamos
peinarlo por mucho que lo intentáramos, era como si tuviera vida propia—,
y una peca en la punta de la nariz, en la que Ellie siempre lo pinchaba.
Eso sí, Jay era muy ordenado. Le gustaba tener sus cosas siempre
colocaditas a la perfección, casi nunca se ensuciaba la ropa, recogía las
cosas en cuanto se lo pedías…
Y luego estaba Ellie.
Digamos que ella era un poquito más…, ejem…, fiera.
Acababa de cumplir los cuatro años, pero ya tenía más mala leche que
toda la familia junta.
Me pregunto a quién habrá salido.
Básicamente, su entretenimiento favorito era molestar a su hermano. Y cuando no se ocupaba en esa actividad, se dedicaba a ir por el mundo
sembrando el caos.
Ya había tenido que acudir a rescatarla del tejado unas cuantas veces —
aunque Jen solo se había enterado de una— y nos pasábamos el día
comprándole ropa porque siempre se la agujereaba o se la rompía. Y su
pelo…, bueno, era parecido al de Jay: indomable, castaño y espeso. Sin
embargo, Jen siempre se las apañaba para arreglárselo cuando estaba en
casa. A la niña le gustaba mucho que le hiciera una trenza.
Yo lo había intentado una vez, pero Ellie me había lanzado el peine a la
frente y, tras gritar algo de «tirones», había huido despavorida.
Sí, Jen se las arreglaba mejor con ella que yo, la verdad.
Pero en una cosa no me podía superar, en baloncesto. O, al menos, según
el concepto que tenía Ellie del deporte, que era levantar la pelota por
encima de su cabeza sin caerse al suelo. Cuando Will pasaba por casa, le
encantaba vernos jugar.
Por otra parte, Jane —su hija— y Jay se llevaban de maravilla. Supongo
que se debía a sus edades —más bien próximas—, y a que prácticamente se
habían criado juntos. Eran inseparables.
Ellie era distinta. No se relacionaba tan bien con los otros niños. Prefería
jugar sola y despeluchar pobres muñecas inocentes que ponerse a chapotear
en el agua del lago con Jay y Jane. Al principio nos habíamos preocupado,
pero pronto aprendimos que, simplemente, formaba parte de su carácter.
Will y Naya seguían viviendo en el piso que les había dejado y, por lo
que había visto, Jane ahora ocupaba la habitación que había usado yo años
atrás. Cuando la vi con la decoración infantil me resultó muy extraño. Esas
paredes habían cambiado los pósteres sangrientos por estrellitas brillantes.
Quien más había cambiado era Mike que, pese a continuar viviendo en
nuestra casa de invitados, ya no pasaba tantos ratos en la nuestra como
antes. Aún era nuestro jardinero, pero más por gusto que por necesidad.
Unos años antes, le habían aceptado en una audición para un grupo de música que acababa de quedarse sin cantante. Brainstorm, se llamaba. Yo
los conocía bastante, y me alegré mucho de que mi hermano sustituyera la
figura principal. Admito que, con ese cambio, me preocupó un poco que
todo se fuera a pique; pero no, en realidad continuó como siempre, si no es
que había mejorado.
Era el tío perfecto, porque le encantaba llevarse a los niños a jugar,
traerles regalos y pasar el rato con ellos. Él y Sue eran las visitas más
esperadas, aunque las de esta última escaseaban más. Viajaba
continuamente de un lado a otro del mundo y, aunque siempre que volvía se
pasaba a vernos, los niños la echaban muchísimo de menos.
Volví a la realidad en la que Jen me había dado instrucciones. Mis dos
hijos, que ya habían parado de pelearse, me miraron como si esperaran mis
indicaciones.
—Tú, a la bañera —le dije a Jay. Luego miré a Ellie—. Y tú…, em…, no
incordies.
—¡Yo no incodio!
Sí, tenía problemas pronunciando ciertas letras. Iba a un logopeda con el
que había mejorado bastante.
—No quiero bañarme —protestó Jay a su vez—. ¡Estoy limpio!
—Te has pasado el día correteando de un lado a otro.
—¿Dónde ta ma-a? —protestó Ellie, enfurruñada.
—Mañana volverá. —Me crucé de brazos—. Y espero que no tenga que
quejarse de que no os he cuidado bien yo solo, porque eso significaría que
os quedaríais sin noches de películas y pizza. Y eso no os gustaría, ¿verdad?
Intercambiaron una mirada, como si estuvieran pensando en la
negociación.
—Va-e —asintió Ellie, decidida—. Yo me po-to bien, peo tienes que
copanos choco-ate.
—¿«Copanos»?
—«Comprarnos» —me tradujo Jay.