Me negaba a tener que dar explicaciones a mi madre sobre la presencia de Junior Corvey en nuestra puerta.
No era ningún secreto que todos los amigos de Kevan, especialmente aquellos implicados en el accidente, no eran santos de la devoción de mi madre. Ella había optado por culpar a los supervivientes de la desgracia que había sufrido su hijo. Y también estaba el hecho de que simplemente no me sentía cómoda en presencia de Corvey. Si alguien lograba sacar lo peor de mí, sin duda era él. Eso sí, muy seguido del insoportable de Tony Strike.
—¿Desde cuándo madrugas tanto?—interrogó Erin al hacer acto de presencia en la cocina.
Por lo general apuraba el tiempo al máximo, incluso haciendo esperar al pobre Rainer, pero ese día había bajado un cuarto de hora antes.
—Tenía hambre—mentí. De hecho sentía el estómago revuelto.
—¿Madrugadora y hambrienta? Extraño como poco—insistió incrédula.
Me encogí de hombros y cogí una tostada del plato para apoyar mi coartada con el gesto. Me arrepentí de mi decisión al notar el calor que emanaba.
—Es que ayer no cené mucho.
—Ya nos dimos cuenta. Apenas tocaste lo que tu madre te había preparado.
El motivo de que no hubiese tocado la cena era ese pequeño nudo en el estómago que no dejaba de atosigarme desde el mismo momento en que había terminado mi turno en la cafetería y había leído los mensajes. Junior me había escrito y quería pasar esa mañana a por mí. Y Junior Corvey me había dejado en leído, sin contestarme a si me haría caso y no aparecería por mi casa u optaría por ignorarme por completo.
—¿Hoy abría Maureen?—pregunté con intención de cambiar de tema. Era más fácil no dar explicaciones de mi pequeño malestar que abordar el drama con mi tía. Estaba segura de que habría un gran drama.
—Sí. A ella le toca la parte fácil del día, yo tengo que ir a discutir con proveedores—bufó Erin, molesta. Cada vez que tenía que coger el coche para ir a reunirse fuera del pueblo con algún distribuidor su carácter se asemejaba al de una persona que estuviese contagiada por la rabia. Odiaba aquellas reuniones y no pasaba la oportunidad de explicar cuánto las detestaba—. Pero al menos ella estará para cenar.
—Ah. Bien—respondí mientras untaba mermelada en la tostada.
—Izett, ¿estás bien?
—Claro—contesté de manera automática, levantando la vista hacia mi tía. Lástima que la voz me salió ligeramente chillona o habría sido convincente—. ¿Por qué?
Ella señaló la tostada con un gesto de cabeza. Al seguir su mirada me encontré con que había estado untando la mermelada sin apenas esparcirla, dedicándome a clavar el cuchillo en el mismo punto. Estaba demasiado ocupada en intentar otear por las ventanas de la cocina desde mi posición en la pequeña isla central como para prestar atención al desayuno.
—Me gusta concentrada. Gustos raros, ya sabes.
Era la peor mentira que había dicho nunca y la ceja arqueada de mi tía indicaba que no había sido en absoluto creíble. Cogí una servilleta y la tostada antes de acercarme a la encimera, justo donde la ventana que daba a la calle principal, y me subí de un salto a esta.
—¡Izett!—se quejó Erin—.¡Te he dicho mil veces que uses las sillas!
—Seguramente serán menos veces—bromeé con la tostada en la boca, lo que provocó que sonase un balbuceó extraño en vez de lo que quería decir.
—Y no hables con la boca llena—volvió a quejarse poniendo los ojos en blanco por la exasperación—. Eres incorregible. Siempre como un pequeño babuino.
Tragué y sonreí exageradamente, lanzando un beso a mi tía. Desde pequeña había tenido aquella manía de subirme a las encimeras con cualquier excusa y quedarme allí sentada observando el trajín de la cocina mientras iba robando comida de los platos cuando nadie miraba. Disfrutaba de aquel ambiente, sintiendo el calor de la vitrocerámica mientras se hacía la comida, el olor de las especias inundando mis fosas nasales y la música de los ochenta que escuchaba mi padre mientras cocinaba. Aquello era un hogar y lo echaba de menos.
—¿Me vas a contar de una vez que sucede?
Giré el rostro hacía mi tía, sintiéndome pillada in fraganti en mitad de un delito. Erin siempre había tenido aquella cualidad de intimidar a cualquiera.
—Quita esa cara de susto, Izett, y dime que pasa—pidió cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿Te has peleado con Rainer?
—¿Por qué me iba a pelear con Rainer?
—Es la única explicación lógica que se me ocurre a que estés nerviosa desde primera hora y no dejes de mirar por la ventana continuamente como si estuvieses esperando algo—explicó. Podía ser muy observadora cuando se lo proponía, acertando casi siempre con sus suposiciones. En este caso no lo había hecho.
—No nos hemos peleado. De hecho, Rainer no vendrá hoy a buscarme porque su hermana está enferma—expliqué de forma escueta.
Rainer me había enviado un mensaje esa misma mañana explicándome que su hermana continuaba con gripe y no podía dejarla sola. El mensaje también incluía una invitación para disfrutar de la compañía de los hermanos Burton y un pequeño maratón de películas después de las clases.