XXXI de enero del MMDCCVII
Noche
Estando en algún tipo de azotea, con la luna llena mostrando su sublimidad y, con solamente un pedazo de techo sostenido por unas cuantas vigas de madera casi podridas, estaba dando a luz alguien muy, pero muy importante. La lluvia arremetía contra ellos salvajemente con ayuda de los rayos, que daban una luz incandescente cuando caían a unas cuantas docenas de metros de ellos, y el sonido atronador de los truenos destrozando sus tímpanos.
—¡Han sido tres… tres niños! —comentó una voz joven y aguda, se le sentía un toque de emoción, o de un rotundo temor. Se desplazaba de lado a lado con una linterna en la mano izquierda, dándole luz a dos hombres.
—¡Señor! —dijo uno de los médicos con voz áspera y nerviosa—. ¡La señora se está descompensando! —añadió.
— ¡Ayúdela con su magia, ya usted no los ha demostrado! Sabemos que usted pue…
—No lo comprenden—añadió una voz angelical, se sentía como un cantante soprano entonando sus notas más altas, o… mucho mejor.
—¡¿Cómo?! —Preguntó el otro médico, era un poco más alto y mucho más moreno que su compañero.
—Tranquilos humanos, le diré a Padre que los individuos que dejaron morir a la princesa pagaron con su vida.
La mujer y los dos hombres quedaron atónitos por el comentario.
—Eso le pasa a esta bastarda por mezclar nuestra sangre, con sangre putrefacta—exclamó el hombre, miraba con un odio estremecedor a la mujer que había acabado de dar a luz.
La joven iba a replicar, pero se calló de inmediato al observar a aquel señor moverse a la velocidad del sonido y decapitar a sus dos compañeros con la hoja de la espada que ya estaba enfundando.
— ¿Sabes por qué no has muerto? —preguntó el misterioso hombre—, Porque necesito a alguien que se encargue de estas tres pestes, no mancharé mi espada de esa sangre asquerosa sin necesidad—añadió el ser, quién de una forma majestuosa hizo aparecer dos grandes alas de color plata a cada lado de su cuerpo y de un salto desapareció.
La mujer calló de rodillas casi sin aire, con los ojos abiertos más de lo normal, llorando y con corazón muy acelerado, veía a los bebés, tomó un bisturí y estaba a punto de clavárselo a uno de ellos, sin embargo, cuando escuchó a la mujer que había traído el asesino de sus dos compañeros decir unas palabras, dejó caer el arma al piso.
—Dejadme verlos, por…favor.
La mujer estaba tirada en una mesa rectangular, donde había dado a luz. Tenía los cabellos de un color plateado intenso y brillante, con unos ojos azules que hacían contraste con toda la sangre que tenía en la ropa y en la piel.
La joven tomó de una forma suave a los tres niños, aunque las piernas aún le temblaban, se incorporó con suavidad y los puso al lado de su madre.
—Cuídalos por mí, eres buena mujer— fueron las últimas palabras que dijo aquella mujer con todo el esfuerzo que pudo, después de eso murió mientras dos lágrimas brotaron en cada uno de sus ojos, se resbalaron por sus hermosas mejillas, y cayeron al piso, haciéndole compañía. Minutos después, el hermoso cuerpo de la damisela se volvió polvo.
La joven mujer tomó a los tres bebés, que lloraban con fuerza, mientras las cenizas de su madre se les pegaba en el cuerpecito desnudo. Esta agarró una prenda de tela ensangrentada, arropándolos lo mejor que pudo, se fue.
XVII de abril del MMDCCXV
Temprano
— ¡Niños ladrones! —gritó un vendedor al ver a tres niños robándole unas cuantas frutas—. ¡Atrapen a esos pimpollos de una buena vez!
Los niños corrían a una velocidad extraordinaria para sus edades, por consiguiente, lograron escapar fácilmente. Pasaban personas de toda clase, sucios, limpios, y a pesar de la cantidad los niños corrían sin detenerse, con sonrisas en sus rostros. Al pasar las horas y llegar el atardecer, los niños llegaron a una pequeña casa de madera que estaba a unas horas del pueblo en el que habían robado, la choza parecía estar a punto de caerse. Uno de los tres chiquillos abrió la puerta, que hizo un crujido y cuando ya estaba entreabierta se cayó. Una niña, que parecía de la misma edad, aunque se le notaba más demacrada por la pobreza y la falta de alimento, se asomó tímidamente.