Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XI

El sol se elevaba lentamente sobre el Valle del Milagro, tiñendo de ámbar los cafetales y haciendo brillar las gotas de rocío que colgaban de las begonias en flor. El canto de las aves despertaba poco a poco el pueblo, y los primeros vendedores ya acomodaban sus puestos en la plaza. Desde su ventana, Valeria observaba el paisaje con una mezcla de nostalgia y temor. Algo en el aire le decía que ese día no sería como los otros.

—Ya estás despierta, hijita —dijo la voz pausada de Teodora desde el umbral de la habitación—. Soñabas muy inquieta. ¿Pesadillas?

Valeria se giró y esbozó una sonrisa suave. Su abuela llevaba un chal de lana gruesa sobre los hombros y sostenía una taza humeante de mate de muña.

—No exactamente pesadillas, abuela. Solo recuerdos… de antes. De cuando me fui.

Teodora se sentó al borde de la cama con la misma ternura de antaño, esa que sabía envolverla en su niñez cada vez que el miedo la sorprendía durante la noche.

—Aquí todo tiene memoria, Valeria. El viento, los árboles, hasta las piedras del camino. A veces los recuerdos no vienen por ti: es el Valle que te los susurra, para que no los olvides.

Valeria tomó la taza que le ofrecía su abuela y la sostuvo entre las manos. El calor le reconfortaba, pero su pecho se sentía pesado. Sabía que no podía postergar más lo que tenía que hacer. Aquella mañana debía presentarse en la antigua hacienda de los Paredes, donde Don Ernesto la había mandado llamar a través de uno de sus empleados.

—¿Qué crees que quiere de mí ese hombre? —preguntó con un dejo de frustración en la voz—. Nunca se preocupó por nosotros, ni cuando mamá enfermó. Ahora, de pronto, quiere hablar conmigo como si nada hubiera pasado.

Teodora bajó la mirada y respiró hondo.

—Ernesto siempre fue un hombre de silencios peligrosos. Pero no te acerques a él con miedo, hija. Vas con la verdad, y eso pesa más que cualquier apellido.

Tras el desayuno, Valeria salió a caminar. Necesitaba aire, pero también necesitaba respuestas. El camino que conducía hacia el cafetal de los Aquino bordeaba el río, que murmuraba entre piedras como si contara secretos antiguos. El aroma de tierra húmeda y eucalipto flotaba en el ambiente, acompañando sus pasos.

Gabriel la esperaba bajo el enorme molle que dominaba la entrada de su terreno. Llevaba una camisa de algodón remangada hasta los codos y un cuaderno de campo en la mano. Al verla, se enderezó, dejando a un lado las herramientas que había estado revisando.

—Sabía que vendrías —dijo con una media sonrisa, mientras se quitaba el sombrero de ala ancha—. El Valle tiene esa costumbre de hacer que las personas se encuentren… aunque no quieran.

—¿Y tú crees que no quería encontrarte? —replicó Valeria, cruzando los brazos con un gesto entre desafiante y herido.

Gabriel guardó silencio unos segundos, luego le hizo un gesto para que lo acompañara hacia una de las terrazas de cultivo. El viento jugaba con las hojas del café mientras caminaban en paralelo, sin tocarse.

—Yo quería creer que no. Que habías olvidado todo. Pero cuando te vi de nuevo en la plaza, supe que no era así. Tus ojos aún… guardan cosas.

Valeria detuvo el paso. Sus ojos se encontraron con los de él, que brillaban como la tierra mojada tras una lluvia intensa.

—No me fui porque quise —dijo con la voz apenas un susurro—. Me fui porque no tenía opción. Mi madre estaba enferma, y tú… tú también me hiciste creer que era mejor así.

Gabriel asintió lentamente, con esa resignación que sólo da el tiempo.

—Yo era un muchacho lleno de rabia. Tenía sueños que no sabía cómo nombrar, y tú eras mi ancla. Pensé que, si te alejabas, no me distraería. Que debía salvar estas tierras, aunque eso significara perderte.

Valeria bajó la mirada.

—Y yo te esperé. Un año entero. Hasta que supe que no venías.

El silencio se instaló entre ellos como un muro invisible. Solo se oía el murmullo de las hojas y el silbido lejano de un zorzal.

Gabriel rompió la quietud.

—¿Qué harías si te dijera que aún hay tiempo?

Valeria lo miró, esta vez sin miedo.

—Depende… ¿Tiempo para qué?

Gabriel dio un paso hacia ella. Cerca, lo suficiente como para que ella sintiera el calor de su presencia, pero sin tocarla.

—Para reconstruir lo que dejamos a medio camino. Para sembrar de nuevo.

Ella soltó una risa breve, entre amarga y nostálgica.

—Eso suena a lo que le dices a las chacras, no a una mujer herida.

—Las chacras también tienen corazón, Valeria. Y tú… tú eres el mío.

Por un segundo, el mundo pareció detenerse. Valeria sintió cómo su pecho se llenaba de una mezcla peligrosa de ternura y vértigo.

—No digas eso si no estás dispuesto a quedarte —susurró—. No otra vez.

Gabriel alzó la mano con suavidad y le apartó un mechón de cabello del rostro. No la besó. No aún. Pero la promesa se quedó flotando entre ambos, como una flor de retama suspendida en el aire.




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