Mi tiempo se había acabado ya y jamás relacionaría mis mejores momentos. No fui lo suficientemente feliz en mi vida. Me escondo en mis miedos y en esto que veo es en lo que me convertí; son las consecuencias de mis actos y son desafortunadas. Mis lágrimas no se agotan y continúo arrodillada llorando en el suelo. Siento un inmenso placer por mi sufrimiento cuando cierro los ojos lentamente para contar hasta diez, luego hasta mil, por fin caigo en un profundo sueño, y cuando despierto trato de no refugiarme en la desdicha y encauzar las pocas energías que me quedan en hacer algo productivo. Hace algunos ayeres me despedí con carácter de irrevocable de la enseñanza y creí haber hecho una de esas cosas relevantes que marcan un antes y un después. No me quedaba nada más que ofrecer al conocimiento y me sentía rebasada por las nuevas generaciones, por lo tanto no titubee cuando abandoné mi despacho y delegue mis funciones al talento de un profesional. En una pequeña caja de cartón puse todas mis pertenencias bajo la contrariada mirada de mis compañeros. No había mucho que recoger, mi lugar casi siempre estaba despejado. Tomé el único marco de fotografía en la que estaba junto a Alí, la pequeña maceta con el cactus que me regaló un alumno, y mi taza de café favorita que decía: ADORO LOS VIAJES.
Desee que no tomaran mi partida como una despedida, pero lo hice de ellos y del trabajo más no de sus vidas. Prometí seguir en contacto con todos ellos. Dediqué todo mi tiempo y esfuerzo a la enseñanza de los niños, en ese instante mi mente divaga y se pierde en todos los recuerdos. Los vivía como un sueño maravilloso y los atesoraba, aunque algunos me provocan dolor. Decidí atribuir los malos y los buenos recuerdos a la casualidad, mismos que quedaron arrinconados en esas preguntas sin respuesta.
Mi único y verdadero amor quizá no volvería a aparecer en mi vida, y por ende nunca sabría cuánto tiempo necesitaría para olvidarlo. Me negué a ser una de esas mujeres que se pasan la vida añorando un amor truncado, pero tenía un hueco doloroso en el alma que estaba íntimamente relacionado con Alí García y que jamás nadie fue capaz de llenar. A mi lado Alí era buen cocinero y disfrutaba preparándome la cena y recreando el ambiente adecuado. La música clásica que a él le gustaba escuchar cuando estaba de buen humor sonaba suavemente y, como única iluminación, había velas encendidas sobre la mesa. En lo referente a mis sentimientos más íntimos mi voluntad fue anulada, mi corazón entumecido y mi mente vagó por mucho tiempo a millones de kilómetros de donde me encontraba. Sin embargo, hubo momentos en los que no podía soportar cargar con el estigma del fracaso. El vestido de boda de mis sueños, ése que tantas veces me obligó a detenerme frente a los escaparates de la avenida Juárez, lo compré y ahora estaba ahora amarillento y sucio sobre la cama.