Ed
Siempre creí que tener la capacidad de hacer algo era porque podía, o, incluso debía hacerlo. Uno no nace con dotes para el deporte o una agilidad manual para garabatear sobre un papel, remitiendo lo que en tu cabeza parece ser una imagen real creada por ti. La imaginación aguda de crear historias complejas mientras reposas tus preocupaciones sobre la mesa y transmites tu liberada mente con ahínco a través del lápiz que, como con movimientos propios, transforma su carboncillo en tus propias letras. El anhelo de siempre ser mejor que alguien más es lo que te lleva a forzarte a lograrlo. Ya sea ejercitar tu mente o tu cuerpo y llevarlo al límite; eso es lo que te convierte en un buen atleta o un buen escritor, tanto con la capacidad de saltar sobre autos o de inventarle la vida a alguien que no existe para luego presentárselo al mundo dentro de un libro.
La finalidad de la mente, a mi ver, es llegar a “amar”. El ímpetu absoluto. La avidez infantil de querer que lo que amas no sea de nadie más que no seas tú, llegando al grado de convertirse en algo enfermo. En este punto la razón y el juicio se anulan y quien ama se vuelve capaz de todo. Quizá esa es la razón por la que nunca llegué ni quise llegar a tener ese sentimiento por nadie.
Tenía 12 años cuando este tipo de pensamientos ya sobrevolaban mi cabeza como moscas. Solía dirigirme a un parque cercano al salir de clases para cavilar sobre los pensamientos que un niño de 12 años puede tener. De vez en cuando llegaba a la conclusión de que no había nada usual en mí, lo que me hacía sentir especial y a la vez como un bicho raro.
En ocasiones visitaba el hospital psiquiátrico y el Dr. Wayne (médico de los 24 niños de mi orfanato hogar) me dejaba estar algunos minutos con mi padre, los que aprovechaba para bombardearlo con preguntas y estudiar sus respuestas. Mi papá ya tenía 2 años de recluso en ese manicomio; desde que servicios infantiles me encontró debajo de una mesa en casa, golpeado; a mi madre, asesinada en la tina del baño, y a él, convulsionándose por el abuso de las drogas.
Papá sólo recobró la consciencia para perderla de nuevo, justo después de enterarse de lo que nos había hecho a mamá y a mí.
Quedé a cargo de la madre superiora María. Una amable señora con cosplay de pingüino que cuidaba bien de nosotros, ella sola. Nos alimentaba todos los días y nos leía para dormir lo que John hubiera conseguido de la biblioteca, además de que todos estábamos bañados y en la escuela antes del amanecer y de que nos dejaba deambular por ahí, siempre que volviéramos antes del anochecer.
Todos los días siempre fueron iguales, hasta que hubo uno que ya no lo fue.
Frecuentemente me topaba con algún compañero del orfanato al salir de clases e incluso, a veces, a algún amigo como John o Crispín, quienes casi siempre se dirigían a la biblioteca y en muy pocas ocasiones me acompañaban a divagar por el parque.
Ese día fue diferente.
Me encontré a Jhon en la salida de la escuela, pero se negó a acompañarme con la excusa de que buscaría un nuevo libro para la madre María. Salí solo y caminé unas cuantas cuadras antes de darme cuenta de que Crispín me seguía. Lo disimulé y continué hasta llegar a mi columpio favorito, ya que era el único que no chirreaba (aunque tampoco me paseaba en él). Estuve escribiendo acerca de la última encuesta que hice a mi padre y de cómo sus respuestas cada vez tenían menos sentido, cuando noté a Crispín aproximándose. Levanté la mirada y él la bajó. Parecía querer pedirme algo, pero sentía pena de ello.
—Me di cuenta de que me seguías. — Le dije. Lo vi ruborizarse y asintió.
—¿Por qué?, sabes que puedes acompañarme cuando quieras.
—No es nada. — Fue todo lo que dijo. Se estaba comportando raro. Él era el tipo de chico que no habla mucho, podrías pensar que es rudo, pero es amable. Le indiqué que se sentara junto a mí y lo hizo. Quería preguntarle de nuevo por qué me había seguido, pero opté por dejarlo elegir el momento de contarme por él mismo.
Cuando noté el anaranjado del crepúsculo que anunciaba mi retirada, me levanté acomodando mis cosas en mi mochila. Crispin seguía sentado, con la vista pegada al suelo. Su cabello rojo hacía contraste con el color que enmarañaba el cielo de a poco.
—Vámonos. — Dije y le extendí la mano. Él la tomó y me haló hacia él con fuerza.
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fantasia oscura, terror paranormal y psicologico, investigacion policiaca
Editado: 16.01.2019