Publicar un libro no es como soñaba cuando era adolescente.
No hay fuegos artificiales. No hay una ovación de pie en una librería elegante. No hay abrazos de desconocidos ni cartas de amor anónimas.
Publicar un libro, al menos en mi caso, se parece más a sentarse frente a la pantalla en pijama, con una taza de café frío al lado, y ver cómo tu nombre aparece en una página web de preventa mientras tu hija grita desde el baño que se le acabó el jabón.
Eso fue exactamente lo que pasó esta mañana.
El correo de la editorial llegó a las 7:04 a.m., justo cuando estaba untando mantequilla en la tostada de Lizzy. Vi la notificación en el celular y sentí esa punzada rara en el estómago, mezcla de ansiedad y emoción. Dejé el cuchillo sobre el plato, limpié mis manos en el delantal y abrí el mensaje.
Ahí estaba. En letras negras, formales, sobre fondo blanco:
“Querida Elena, ya está disponible la preventa oficial de tu cuarto libro. ¡Felicitaciones!”
Me quedé en silencio unos segundos. Lizzy me miró con la boca llena.
—¿Pasó algo, mami?
—Sí —dije, con una sonrisa que se me formaba lento, como si tuviera miedo de creérmelo—. Salió el libro.
—¿¡El nuevo!? —sus ojos se abrieron como dos soles diminutos.
Asentí. Y ella, sin esperar más, saltó de la silla y me abrazó por la cintura con fuerza.
—¡Eres la mejor escritora del mundo!
Reí, acariciándole el cabello.
—Gracias, mi amor. Pero aún no ha salido del todo. Es solo la preventa.
—Eso no importa. ¡Ya está allá afuera!
Tenía razón. De alguna forma, ya no me pertenecía. Ahora iba a ser leído, interpretado, criticado o amado por otras personas. Personas que no sabían cuánto me costó escribirlo. Que no sabían que cada página había sido una especie de exorcismo. Una forma de hablar de cosas que aún me dolían, pero que ya no me destruían.
Después de dejar a Lizzy en la escuela, volví a casa con una mezcla de orgullo y vacío. Abrí la página de la editorial. Ahí estaba la portada. Mi nombre. El título. Y una pequeña sinopsis que intentaba, en tres párrafos, condensar años de emociones.
Me quedé mirando la pantalla sin moverme.
Afuera, los autos pasaban como cualquier otro día. El mundo no había cambiado. Pero yo sí.
Recordé el primer texto que publiqué hace años, cuando Lizzy apenas dormía más de tres horas seguidas. Lo escribí con una mano mientras con la otra sostenía el biberón. Se llamaba “Madre sin mapa”. Fue compartido miles de veces. Recibí mensajes de mujeres de todas partes que me decían: “Gracias. Me sentí menos sola.”
Desde entonces, había escrito más de cien artículos, participado en charlas virtuales, colaborado con revistas digitales, publicado tres libros… y ahora este cuarto. El más íntimo. El más mío.
Apagué la computadora y me serví otro café.
No lo celebré con una fiesta. Ni siquiera con una copa de vino. Lo celebré con silencio. Porque a veces, cuando has vivido tanto ruido interno, lo más sagrado es el silencio. Y en ese momento, lo único que quería era agradecerme por no haberme rendido. Por haber seguido escribiendo incluso cuando nadie leía. Por haber seguido soñando incluso cuando el mundo me decía que buscara “un trabajo de verdad”.
Alicia, mi madre, fue la primera en llamarme.
—¡Vi el anuncio en la página! —dijo con esa voz orgullosa que guarda solo para momentos especiales—. Tu nombre se ve precioso en esa portada.
—Gracias, mamá.
—¿Estás contenta?
La pregunta me sorprendió.
—Sí. Aunque no sé si contenta es la palabra. Estoy… tranquila.
—Eso también es un logro, hija.
Colgamos. Me quedé pensando en eso. En lo que significaba sentirse tranquila después de tanto tiempo luchando contra la corriente.
Más tarde, recibí un mensaje de Sofía.
—¡Felicidades! No sabes cuánto te admiro. Esta noche te paso a buscar. Vamos a celebrar, aunque sea con un helado. No acepto excusas.
Sonreí. Sofía siempre sabía cuándo aparecer.
Antes de salir, imprimí la portada del libro y la pegué en la pared de mi estudio, junto a las otras tres. Debajo de la imagen escribí con lápiz: “Sí valía la pena.”
Y entonces me detuve.
Miré mi escritorio. Las libretas llenas. Las tazas de café vacías. Las frases subrayadas. Las lágrimas que alguna vez cayeron sobre esas páginas, y que hoy eran historia contada.
Me acerqué a la ventana. Afuera, el cielo comenzaba a ponerse naranja. Una señal de que el día estaba terminando, y que yo había llegado hasta aquí. Contra todo pronóstico. Con todo en contra.
Entonces lo supe: no importa si vendo mil ejemplares o solo diez. No importa si me invitan a una feria de libros o si todo esto queda entre mis lectores de siempre. Yo gané algo más valioso.
Gané mi voz.
Y mientras tenga esa voz, seguiré escribiendo. Porque en cada historia que cuento, hay un pedazo de mí que se reconstruye.