Aunque no sea contigo

22. Una verdad que quema

 

 

Aunque sabía que estaba actuando como una loca obsesiva, no me había molestado en moverme o apartar la vista

Aunque sabía que estaba actuando como una loca obsesiva, no me había molestado en moverme o apartar la vista. La noche de películas se convirtió en una maratón de Marvel que duró más de lo que ninguno imaginaba. Película tras película, nuestros cuerpos se fueron enredando un poco más, como si se fundieran en uno solo. Su brazo en mis hombros nos mantuvo unidos durante la primera hora, después mi cabeza cedió a su presencia y buscó el latido de su corazón. Nuestras piernas distantes  tejieron una red filamentosa bastante estable. Mis manos terminaron en su cintura después de pasearse por su pecho, brazos y cualquier lugar de piel visible y escondida. Claro que sus manos no se quedaron quietas tampoco. Yo seguía ardiendo por las caricias que recorrieron mi cuerpo. Fueron pausadas, tranquilas. Sabía que no quería despertar ningún fuego, pero él también era consciente de que su sola presencia ya era un detonante. El más potente.

En algún momento me rendí al calor reconfortante de sus brazos, dejando que mis ojos cayeran con pesadez. No se quejó. Ni siquiera me quitó de encima de él, simplemente dejó que el sueño se lo llevara también mientras seguía envolviéndome, protegiéndome bajo sus músculos con más fuerza de la necesaria. Eso me recordó a la forma en que agarraba mis peluches de pequeña. Los apretaba tanto que sentía que les hacía daño, pero necesitaba asegurarme de que no me dejarían sola en mitad de la noche.

El dolor punzante del cuello volvió a hacerme gemir.

Mis voz fue un leve susurro, no quería despertarlo. Cabía la posibilidad de que estuviera tan incómodo como yo, que necesitara una cama con la misma urgencia. El problema era que si lo despertaba no podría seguir admirando las vistas. La tenue luz de la lámpara que dejó encendida, no iluminaría su rostro con esa precisión. Su nariz no estaría realzada por las sombras diminutas que la hacían ver más puntiaguda, sus pestañas no parecerían abanicos reales, sus labios el pecado reencarnado. ¡Oh, Dioses! Sus labios eran mi perdición. Cincelados en el mármol más exquisito tallado por los mismísimos ángeles caídos. Estaba a un paso de pecar, de caer en esa tentación andante.

Tal fue mi deseo que cuando quise darme cuenta, ya estaba recorriendo su extensión. Sintiendo la suavidad que conocía tan bien, soñando que con cada caricia la piel se le volvía más rosada. Como si se preparanan para recibirme. Creí que fueron cosas mías, hasta que vi su lengua asomar y dejar una segunda caricia en su propia piel sensible. Ahí donde tocaba, el brillo de la humedad permanecía. Mis dedos seguían quietos sobre sus labios, rezando por no despertarlo. Claro que no esperé ser atacada por su lengua viperina. Cuando la humedad hizo contacto con mi piel, una sonrisa casi imperceptible tiró de lo que parecía una sonrisa de satisfacción. Sobre todo cuando se fue con la misma sensillez con la que llegó. Como si el propósito de esa caricia de fuego no hubiera sido otro que sortear el obstaculo de su camino.

Me quedé paralizada observando, reflexionando. ¿Era legal ser tan sexy sin quererlo? Mi entrepierna decía que sí, mis pezones lo secundaron y mi cabeza solo podía pensar en el bastardo con suerte que se lo tenía tan creído que podía seducirme mientras dormía.

—¿Nunca has ido a un museo? —Su voz fue un susurro ronco dos tonos más grave de lo habitual. Mi cuerpo al completo se removió en el abrazo, logrando que apretara un poco más para evitar mi huida—. Se mira pero no se toca, hermanita.

Rodó lo ojos. Ese era Dylan en todo su esplendor.

—¿Y a ti no te han dicho que calladito estás más bonito?

Emergió una ligera carcajada que parecía morir en lo más profundo de su garganta. Su cuerpo tembló contra el mío y encendió más rincones de los que admitiré. Más cuando abrió los ojos y me captó al vuelo.

Ese cian de verano oscurecido por la diversión que esconde su mirada. Ese azul tan claro y profundo que parecía extraído directamente del mar, del cielo, del mismísimo infierno. Daba igual con qué lo comparases, nunca obtendrías ese tono en específico porque era el color de Dylan. Cian mezclado con la chispa de la vida, la oscuridad de la lujuria, el brillo de la perdición. El pecado reencarnado. El color de tu enemigo y aliado más preciado.

Me quedé embobada mirándolo. Como si hiciera años que no lo hacía. Como si no hubiera mirado tanto su fotografía que casi desgasté la pantalla del móvil.

Intenté volver en mí con una sacudida de cabeza que casi hace que se me doble la columna vertebral. El dolor punzante atacó sin piedad.

El cian chispó, solo una chispa de preocupación que se apagó cuando vio mi pequeña mano masajeando la zona dolorida.

—Ven aquí, déjame ayudarte con eso.

¿Con el dolor en el cuello o con la desesperación que crecía entre mis piernas? Quise preguntar, pero no lo hice.

Cualquiera que viera la oscuridad que bañó su mirada diría que había escuchado mis pensamientos.




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