En todo este tiempo en el que he estado, en todos esos años que he invertido en mis entrenamientos, no he pensado que alguna vez o en algún momento, me toparía con algo a lo que se refieren los mortales, a esa palabra tan típica que ellos usan, esa cosa que desconocía mi corazón y que no entraba en mis reglas, eso que nunca me imaginé por lo que alguna vez lucharía, aquello que atrajo mi curiosidad y al mismo tiempo trajo mi tristeza, ese misterio que no conocía y que pronto sabría que era, se llamaba amor.
Esto ocurrió un día al que yo llamaría como común. Me encontraba en las llanuras planas del gran mundo subterráneo al que todo mortal teme, al que toda persona de malas hazañas va en el momento de su muerte. Podría agregar a esto que yo estoy con vida en estas tierras, pero poseo un corazón que apenas palpita, el cual es tan duro como una piedra, aunque a pesar de que posee tanta frialdad, aún puede sentir mucho. En ese mismo infierno sólo se puede apreciar una vista desolada, junto a apenas unas cuantas grietas en el suelo, y unas estalactitas que posan en el mismo.
En medio de mi entrenamiento uno de los mensajeros de mi padre se presentó a toda prisa y con exageración; odiaba la manera de proceder que tenía para interrumpir mis prácticas.
—¡Señor Syrkei!, su padre, el rey del inframundo, ¡lo necesita en sus aposentos!—dijo con tono extravagante.
—Muy bien, esclavo, dile que iré enseguida —pasé mi mano por mi largo cabello blanco, mientras le hacia un gesto de repulsión, pues nuestros sirvientes eran tan grotescos, que no había otra forma de tratarlos, más que con desdén.
Luego de la retirada del inmundo ser, tomé mi caballo negro y lo monté a toda marcha hacia el castillo de mi padre, el cual quedaba en lo más profundo del inframundo, en donde yace la más terrible oscuridad.
Al llegar, bajé de mi caballo y entré por la gran puerta de madera que posee el castillo de mi padre. Pasé a la gran sala, en donde apenas iluminaba un par de antorchas, mis ojos color sangre destacaban por la penumbrosa habitación, y con ellos observé a mi creador sentado sobre su trono, en ese preciso momento, sus orbes se clavaron sobre mí, a continuación, con su voz gruesa y ronca me dijo.
—Al fin llegas. Hoy es el día en que recibirás tu misión, la cual ejecutaras sin reprochar en la tierra de los mortales —él procedió a estirar su brazo con su puño cerrado, y al abrirlo, me mostró una tiara dorada, la dichosa parecía tener un circulo en el centro, pero además, parecía que debería colocarse en la frente y no en mi cabeza—. Tu misión consiste en matar a uno de los Ángeles de Dios para poder probar que eres un verdadero demonio, y en segundo lugar, quiero que siembres la oscuridad eterna en aquel mundo al que Dios ha creado con tanto esmero —al poco tiempo, lo vi bajar de su trono, se acercó a mí, y colocó la tiara recién creada sobre mi faz.
El objeto inmediatamente empezó a expulsar pequeños círculos de un tono áureo, que dio como resultado, que mis alas negras fueran ocultadas, casi como si nunca las hubiera tenido, seguido de eso, el rey de ese lugar retiró sus manos de mi frente, y luego se dirigió nuevamente a mí con su impactante voz.
—Esa tiara que usas, te hará pasar por un humano. Quítatela cuando vayas a pelear contra aquel Ángel —me indicó.
Lo miré sin expresión. Todo esto me habría las puertas para llevar a cabo una gran hazaña, pero no sólo eso, sino que era mi oportunidad para superar a mi padre, y hacerme con su trono. Aquel pensamiento, hizo que sonriera malévolamente a mis adentros, y finalmente, decidí contestarle, casi al instante, sus palabras con una expresión neutral.
—No te defraudaré, padre, lo juro por mi honor —el que un demonio jurara en vano, no era pecado, sino más bien, era considerado una gran acción.
—Sé que puedo confiar en ti —él liberó una tenebrosa carcajada en lo que yo me retiraba.
En lo que salía del castillo, mi ropa azul marino ondeaba un poco, y esto se debía a mi prisa, pero más que nada, porque las mangas de mi camisa entre abierta, como el final de mis pantalones, eran amplios, por lo que ocultaban mis puños como mis pies. En los bordes de las mangas yacían unos rombos en color dorado brillante, y en mi cintura, una cinta verde que era lo suficientemente ancha como para usar de cinturón; las puntas del objeto se dejaban caer y se movían con elegancia.
Una vez estuve fuera, noté a mi corcel esperándome. Quizás cualquier mortal hubiera pensado que era un simple caballo, pero lo cierto era que, los caballos infernales poseen alas ocultas que se adaptan bien a su pelaje, lo cual evita que sean vistas fácilmente, y que además, puedan hacerse pasar por caballos normales.
Volví a montar a aquel ser poco usual, y entonces cabalgué hasta llegar a las puertas del tártaro, en las cuales podía ver a cerberos dormir plácidamente junto a estás. Me detuve unos segundos para despertar de un golpe al descuidado demonio, quien luego se levantó rugiendo con imponencia, pero que sin embargo, a mí no logró cohibirme.
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Editado: 28.01.2019