El castigo terminó al amanecer. Pero el silencio no.
Eloís fue liberada de su celda con la piel helada y la mirada perdida. No hubo palabras de consuelo. Nadie la miró a los ojos. Solo una criada dejó su desayuno en el suelo, como si se tratara de una fiera que podía morder.
Esa mañana, por primera vez, Eloís salió mientras aún había sol.
Caminaba por las partes del reino que los pueblerinos no frecuentaban, esos muros de piedra vieja donde la historia se escondía. Tenía el cabello cubierto, como siempre, con un manto gris que el viento apenas movía. En sus manos llevaba tiza dorada, y en cada rincón oculto que encontraba, dibujaba el símbolo del reino: las tres estrellas.
Pero bajo cada símbolo, escribió la verdad.
Riqueza — la estrella más brillante, alimentada de sangre ajena.
Maldad — la del centro, siempre fría, inamovible, imposible de apagar.
Sufrimiento — la más tenue, una luz que tiembla, como si suplicara desaparecer.
Las paredes del reino, lentamente, comenzaron a susurrar.
Y esa misma tarde, los reyes lo descubrieron.
No gritaron. No la golpearon. Solo se miraron entre ellos… y sonrieron.
Había llegado el momento de poner fin al error.
Y Elijah sería su herramienta.
Esa noche, el príncipe apareció en la habitación subterránea de Eloís.
Llevaba los ojos húmedos, la voz baja, y un susurro que fingía culpa.
—He sido un monstruo… —dijo, bajando la mirada—. Y tú… tú solo querías existir.
Eloís se quedó en silencio. No confiaba en él, pero había algo en sus ojos que parecía humano por primera vez.
Cuando él la abrazó, ella tembló. Y luego, lloró.
—Quiero que caminemos juntos esta vez —le dijo Elijah—. Te mostraré lo que nunca te han contado. Quiero que confíes en mí, hermana.
Y ella, por compasión… confió.
Salieron juntos por primera vez.
Eloís con su cabello blanco al descubierto, brillando como plata bajo el cielo nocturno.
Elijah caminaba a su lado, sonriendo, hablándole de caballos, de cuando eran niños y soñaban con correr por el mundo.
Ella le hablaba de los dibujos, de cómo cada estrella la había perseguido en sueños.
Hasta que, finalmente, Eloís preguntó:
—¿Por qué nuestros padres no le dicen la verdad a los pueblerinos?
Elijah la miró. Sonrió con un destello amargo.
—Porque el reino se construyó sobre mentiras. Pero te lo mostraré.
Caminaron hasta lo más profundo del bosque, donde el aire se sentía más espeso, donde los árboles eran tan altos que ocultaban el cielo.
Allí, en el centro, había una laguna silenciosa. Y a su alrededor, tres tumbas antiguas, cubiertas de hiedra y musgo. Sobre cada una, una estrella tallada en piedra, y alrededor de todas, un círculo con una luna que parecía llorar.
Allora. Alva. Althea.
Los nombres tallados con una delicadeza que contrastaba con el horror de su historia.
—¿Quiénes eran? —preguntó Eloís, tocando la piedra.
—Nuestras hermanas… las verdaderas primeras hijas del reino. Trillizas. Nacidas puras, sin oscuridad. Pero no eran lo que el trono quería.
Eloís se giró, con el corazón golpeando en su pecho.
—¿Fueron… sacrificadas?
Elijah asintió.
—A los ocho años. Ofrecidas al Cielo Negro por una promesa: un heredero varón. Un rey que diera poder eterno. Nuestros padres no sabían que con ese sacrificio… maldijeron el reino.
—¿Y cómo se rompe? —preguntó ella, asustada, retrocediendo un paso.
Elijah no respondió.
Solo la miró.
Y con una frialdad que heló la noche, dijo:
—Con otra muerte.
Y entonces, la empujó.
Eloís cayó hacia atrás, directo al centro del lago. El agua estaba helada como el metal. Trató de nadar, de gritar, pero su vestido la arrastraba. Elijah se quedó de pie, inmóvil, como una estatua impía.
—Lo siento, hermana… pero naciste en el lugar equivocado. Eres la última grieta.
Eloís forcejeó. El agua se tornó negra. No hubo milagro.
No hubo rescate.
Sus ojos se abrieron una última vez. Y entonces, flotó.
Muerta.
Silenciosa.
Justo como sus tres hermanas,
Justo en el mismo día: el primero de noviembre.
El día en que nacieron las hijas malditas.
Y el reino… volvió a dormir.
Solo que esta vez…
algo despertó bajo el agua.