— ¡Mamá! ¡Mamá!
Frío.
Oscuridad.
Gritos.
Hielo.
— ¡Mamá! ¡Mami!
Una niña corría a través del oscuro pasillo, buscaba desesperadamente los brazos de su madre para ocultarse de… Todo era borroso, La niña corría, cuanto más corría más frío sentía. Aunque todo estaba oscuro sabía dónde tenía que ir. Por más que corría sentía que no conseguiría llegar a tiempo a su destino.
La niña soy yo, o estaba dentro de la niña. No veía más que la oscuridad que atravesaba con cada paso. Pude sentir el aire helado que comenzaba a acercarse. No, era al revés, yo me acercaba a ese ambiente glacial. Bajo mis pies noté el suelo, que se encontraba cubierto por una fina capa de hielo. Traté de no resbalar y continué corriendo sin cesar.
— ¡Mama! —llamé a mi madre una vez más, al fin logré llegar a su habitación. Abrí la puerta rápidamente.
— ¿Mamá? ¿Papá? —No veía nada. Hacía mucho frío en aquel lugar y el espacio se inundaba del vapor proveniente de mi inocente boca. Miré hacia la cama y vi dos bultos encima.
— ¡Mamá! ¡Papá! —grité, pero de mi garganta no salió ningún sonido, no era capaz de hablar, o al menos yo no pude escucharme. Me acerqué a esas dos personas, estaba a unos centímetros de la mujer y entonces…
Lo primero que llegó a mi mente fue el sonido de un suave pitido, con él una tenue luz que me hizo abrir los ojos. Tuve que concentrarme un momento para darme cuenta de dónde estaba. Paredes blancas, una vieja televisión en lo alto de una de ellas, varios aparatos extraños y una cortina blanca a mi lado. Estaba en una habitación de hospital.
Miré mis manos y vi un unos finos tubos que corrían a lo largo de mis brazos, en mi boca había algo, alce mi mano para tocarlo; una mascarilla de oxigeno. Me la quité, respiraba bien. Seguí observándome; mis brazos estaban llenos de golpes, algunos estaban tornándose amarillentos, por lo tanto pronto desaparecerían. Me di cuenta de que estaba sola en la habitación. Clavé mi vista en una ventana que había a mi derecha, era de día. Me pregunté cuánto había pasado sin ver la luz del sol.
Mi mente estaba muy borrosa, pero recordaba con facilidad mi pesadilla, la misma que llevaba toda una vida a atormentándome. La misma que hacía que me preguntara quién era esa niña a la que no podía verle el rostro ¿Por qué no podía ver la cara de la mujer y su acompañante?
Me incorporé en la cama de hospital, aunque el cuerpo me exigió lo contrario azotándome con una ola de dolor. Fue entonces cuando recordé. Recordé a Emily, a Sam, a Carly y a Peter. Las lágrimas golpearon mis ojos, pero no lloré. Estaba harta de llorar, de ser débil… En ese momento me juré a mí misma y a Emily que nunca más lloraría por nada, ni por nadie.
—Emily…
— ¡Al fin! Pensé que nunca despertaría, será mejor que vaya por la enfermera. —Dirigí mi mirada hacia la puerta, el lugar de donde provenía esa bella voz que me resultaba tan familiar. El dueño era un hombre, más bien un joven, debía tener veintitantos años.
El joven era de tez blanca, muy blanca, como si de porcelana fina se tratase. Su cabello era tan negro como la misma noche, sus ojos… ¿Eran rojos? Sí, estaba segura de que eran rojos, rojos como la misma sangre, podría decir que eran incluso brillantes, como dos bellos rubíes. Vestía completamente de negro, al menos su pantalón y su abrigo lo eran. Ese color hacia resaltar su piel y sus mágicos ojos.
— ¿Quién eres? —le pregunté. Aquella pregunta me resultó familiar. El hombre suspiro.
—De verdad odio cuando los mortales despiertan y no recuerdan nada. Por qué no miras tu mano izquierda, la muñeca para ser más exactos—dijo él acercándose a mí. Hice lo que me dijo y vi una especie de tatuaje. Entonces recordé lo ocurrido. Aquella marca era el sello del contrato entre ese demonio y yo. ¿Acaso ese demonio o el mismo diablo estaba en persona delante de mí? Cuando volví a mirarlo, él ya estaba sentado en la cama a mi lado. — ¿Recuerdas ahora?
— ¿Tú eres el verdadero demonio?
-No. Él tiene otras cosas mejores que hacer, pero soy uno de sus mejores demonios. Poseo un alto cargo, así que puedes sentirte honrada, no cualquiera puede tener a alguien como yo bajo su mando. —Sonrió orgulloso. Parecía que me había tocado un demonio un tanto creído. Suspiré.
— ¿Tu nombre? Si voy a darte órdenes tendré que saber tu nombre.
—Eso lo decides tú. Seré quien quieras que sea. —Pensé en un nombre para él.
—Demon Black—le dije—. Ese será tu nombre.
— ¡Qué original! —Además era sarcástico, ¿qué más se podía pedir?
—Pues siento que mi cerebro no funcione bien, pero he estado drogada mucho tiempo y ahora supongo que estoy hasta arriba de calmantes, además nunca se me dio bien poner nombres.
—La noto tensa, señorita ¿Asustada?— me preguntó con una bella y tenebrosa sonrisa torcida—. ¿Tal vez se retracta?
—Para nada. Sé bien lo que hice y no me arrepiento. Ahora infórmame de los hechos.
-Bien. ¿Recuerda el lugar en el que estuvo cautiva? —Asentí. ¿Cómo podría olvidarlo? — Lo destruí. Cumplí la orden que mi ama me dio. Acabé con cada uno de ellos, saqué de ahí a los niños y luego destrocé el lugar. No sería buena idea que la policía preguntara quién mató a más de doscientas personas, ¿verdad?
— ¿Qué hiciste con todos los niños? — Estaba nerviosa por la respuesta.
— ¿Se refiere a los 187 niños? Porque no piense que había solo esos niños en esas cinco jaulas que usted vio. Los dejé frente al cuartel de policía más cercano. Están a salvo, las noticias no dejan de hablar de eso.
—Bien hecho. —Traté de no pensar en mis niños y decidí hacerle más preguntas —. ¿Qué hay de mí? ¿Dónde estoy?
—En el hospital del centro de su ciudad natal, en el mejor hospital de todos. La encontré en los suburbios y decidí traerla hasta aquí. Al menos eso fue lo que le dije a la policía.
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Editado: 29.06.2021