Las clases avanzaban con lentitud. Adara agradecía desde el fondo de su alma que fuera así, las largas horas atrasaban el momento de volver a su casa, quería estar lo más alejada de ella como le fuese posible. Por otro lado, no logró concentrarse en lo que sus profesores le decían en cada materia, sus voces pasaban a un segundo plano, opacadas por las preguntas sobre lo que había sucedido en la noche. Le dolía la cabeza y sentía ganas de llorar, sin embargo, se contuvo. La escuela era el peor lugar para mostrarse vulnerable.
Al darse por finalizadas las clases, caminó hacia el Pez Azul con rapidez, de vez en cuando echando miradas por sobre su hombro asegurándose de que nadie la seguía.
— Pero ¿qué haces aquí, niña? —preguntó la señora Emma dejando de limpiar la mesa seis —. Hoy es tu día libre —aclaró dándole un beso en la mejilla en forma de saludo.
— ¿A qué se refiere, señora Emma?
Adara estaba confundida.
— Recuerda que intercambiaste el día de descanso con Darla porque ella estaba enferma.
Asintió recordando que le tocaba descansar el día lunes.
— Pero ahora tú eres la que pareces enferma, ¿Te sientes bien, cariño? —inquirió preocupada—. ¿Quisieras un té de limón y miel? —ofreció con la calidez maternal que la caracterizaba.
— No, señora Emma. Muchas gracias. Solo no dormí muy bien anoche.
— Con más razón para que vayas directo a casa a descansar.
Adara insistió con quedarse un par de horas en el café, pero la señora Emma se mostró inflexible y la envió a casa. Para la señora, la salud era algo con lo que nadie debería jugar. En especial Adara, todos sabían que costearse un médico no estaba dentro de sus posibilidades.
La chica estaba recelosa de ir a su casa. Se debatió entre caminar por las calles o ir a su casa, no obstante, ambas opciones eran igual de peligrosas. En las calles andaba un asesino suelto y su casa no garantizaba su seguridad. Fatigada, se decidió por ir a su casa.
Una sensación de alivio le recorrió el cuerpo al escuchar a sus padres discutir arduamente desde el interior de la casa. Adara no disfrutaba en lo absoluto de la presencia de sus progenitores, esta vez sería la excepción, pues temía estar sola nuevamente durante la noche.
Entró. Los gritos provenían de la cocina, nuevamente discutían por dinero, ya era costumbre en ellos.
— ¡Siempre es lo mismo! ¡Te gastas todo en el bar! —gritaba una colérica Helena a su esposo—, Maldito el día en el que me casé contigo.
— ¡Cállate, mujer! No te vi quejándote mientras bebías sin parar —respondía Luis también hastiado de ella.
Adara sabía que ya ninguno sentía amor por el otro desde hace años. Los abuelos de la chica habían obligado a sus padres a casarse cuando se enteraron que Helena estaba embarazada, ellos apenas eran unos chicos de 18 y 20 años. Gran error. Ninguno contaba con una profesión u oficio para poder salir adelante. Luis y Helena aceptaron los deseos de sus padres y se casaron. No obstante, la vida marital no era como la pintaban. Al principio los dos trabajaron muy duro para poder establecerse, pero con sueldos míseros nadie podía iniciar una familia y ellos se dieron de lleno con la realidad cuando las deudas se comían todo lo que generaban y ni hablar de los gastos que conllevaba tener una familia. Con el paso de los años la vida dejó de tener sentido para ellos.
La chica no le tomó importancia a la situación en la cocina y fue directo a su habitación. Las cortinas se agitaban por el paso del viento y una débil luz crepuscular entraba por la ventana. Cerró la ventana y se acostó sobre su cama cayendo en los brazos de Morfeo.
Pasadas un par de horas despertó abruptamente, todo estaba oscuro, giró sobre la cama buscando su teléfono para averiguar qué hora era, pero se vio interrumpida al entrar en su campo de visión algo que no estaba ahí antes, algo que jamás iba a encajar en esa casa. Una flor blanca descansaba delicadamente sobre la almohada.
Cuando las chicas reciben flores, normalmente, reaccionaban de una manera positiva, pero ella reaccionó de forma antónima y no paraba de preguntarse quién la puso ahí.
Quedó estupefacta ante la presencia de la flor, su delicioso aroma invadía sus fosas nasales. Estaba convencida que no había estado ahí horas antes. Alguien la tuvo que haber puesto sobre su cama durante el poco tiempo que pudo dormir.
¿Quién?
Se levantó tan rápido que se sintió ligeramente mareada, pero ignorando la desagradable sensación, desesperada recorrió la casa entera abriendo cada puerta que había en busca de señales de que sus padres estuviesen en casa todavía, con la esperanza de que uno de ellos fuera el responsable de tan inusual detalle. Sin embargo, en lo más profundo de su ser sabía que ellos no eran los responsables. Nunca habían tenido esos gestos.
Pasado un rato de ardua búsqueda, no encontró a nadie. Estaba sola. Sintió como las fuerzas la abandonaban dejando su cuerpo pesado, pues eso significaba que él había estado nuevamente allí y temía mucho que sus intenciones no fueran precisamente buenas. Quería gritar, pero el nudo en su garganta no se lo permitía.
Volvió a su habitación. La flor seguía reposando sobre la cama, Adara la miraba con desconfianza evitando tocarla a como diera lugar. Nunca pensó que la primera vez que recibiera una flor le afectaría de manera tan negativa. De hecho, nunca pensó que recibiría una jamás.
Editado: 22.05.2023