Había hecho un trato con el monstruo de su cabeza y habían llegado a un acuerdo. Samuel mataría a ocho personas y a cambio esa cosa lo dejaría en paz, que era lo que más anhelaba. Pero Samuel era idiota y los idiotas no veían más allá de sus narices.
Esta vez su destino era la chica con la que compartía cama... Su amante. Aquella que lo llevó a caer en la tentación y cometer un pecado que no tenía perdón. El deseo lo volvió un huracán que no tenía fin, pues siempre estaba hambriento de ella.
El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños. Un aroma que comenzaba a reconocer como el hedor de la muerte y la sangre.
Cuando la puerta fue abierta la muchacha con curvas exuberantes no dudó en lanzarse sobre él, besándolo y tocándolo por todas partes. Era una prostituta por culpa de sus necesidades. Llegaron a su cuarto en medio de su arrebato de pasión y entonces recordó su estúpido miedo a la colección de muñecos que la mujer tenía en la habitación.
La chica estaba obsesionada con los cyborgs y tenía sus estanterías repletas de ellos. Estaban organizados en línea recta y parecían soldados con la mirada siempre fija en ellos cuando estaban en pleno acto carnal. Algunos tenían los ojos rojos, otros azules y blancos con sus miradas vacías... Pero, aun así, Samuel sentía que veían a través de él: sus sentimientos, secretos y todo lo que guardaba en su cabeza y corazón.
La tiró sobre la cama completamente desnuda y tomando las esposas que guardaba en su cajón la amarró de esquina a esquina, sus pies y sus manos. Ella sonrió lujuriosa no sabiendo lo cerca que estaba de perder la vida.
«¡Es hora del espectáculo!»
Samuel obedeció sacando la navaja de su bolsillo trasero. Fue entonces allí cuando comenzaron los gritos atemorizados de la víbora que lo llevó a cometer barbaridades. Pasó la navaja por sus piernas y de estas brotó el líquido carmín. Hizo lo mismo con sus brazos, pecho y estómago. La chica gemía al borde del abismo, pero antes de que por fin muriera, Samuel le enterró la navaja en el corazón, como estocada final.
El colchón que antes estaba cubierto por una sábana muy suave de color blanco; limpio y puro, ahora estaba de un rojo fuerte. Reflejando la impureza de aquella chica que años atrás vendió su cuerpo por riquezas.
Los cyborgs seguían observando todo desde sus lugares, pero esta vez Samuel sonreía seguro. Les mostró su dedo medio y prosiguió a echarlos a todos en una bolsa que tiró sobre la cama. Cuando quitó a la muchacha ensangrentada, la envolvió con las sábanas. Luego, rocío gasolina sobre toda la cama y la prendió con un fósforo.
No se quedó para observar como el fuego quemaba las pistas y los Cyborgs. Pero se fue con una sonrisa en su rostro. Ya sólo faltaban cuatro muertes más y saldría bien librado de todo aquello.
Eso era lo que creía Samuel, pero estaba muy equivocado.