En la televisión presentaron la desaparición de tres personas del pequeño pueblo en que vivía Samuel.
Daniel, la profesora y Tomas.
A todos tres los había asesinado.
Nadie sabía de la muerte de la hija del ricachón, ya que la creían en la gran ciudad y nadie podía comunicarse con ella. La prostituta no era nadie importante, incluso, nadie se dio cuenta de su desaparición en el pueblo.
Un gemido a sus espaldas lo despertó de su ensoñación. Sabía que el final estaba cerca, pero antes de eso necesitaba saldar unas cuentas pendientes.
El amor de su vida: Ana.
Estaba amordazada y le recordaba exactamente a Tomas hace dos días, con el mismo miedo en la mirada. Pero al contrario de ella, era la decepción del amor lo que lo corroía por dentro. Aseguraba en su interior que este era un completo asco e iba a cortar ese lazo en ella.
Sin dudar, cogió el martillo que estaba en la tierra y no se contuvo a la hora de enterrarlo con fuerza en el pie de la morena. El grito fue cargado de dolor, pero no se escuchó debido al trapo que taponaba su boca.
Un martillazo. Un fuerte crack de huesos rompiéndose. Y un grito ahogado, desesperado. Eso era Samuel, un alma que se movía últimamente solo para matar. Ya no se sentía dueño de sí mismo. Era como estar amordazado y lo único que podía hacer era gritar en su interior. Esta era la segunda muerte que no estaba planeada por el monstruo y sabía que lo iba a hacer pagar por su desobediencia.
Treinta y siete martillazos por casi todo el cuerpo de Ana y la chica ya estaba muerta. Moretones en su piel y sangre manchando su cara, pero aun así la reconocía. El odio se encendió como una llama hambrienta de daño y destrucción.
Le dio tres martillazos a su cara. El crack de sus huesos era delicioso para sus oídos y le agradaba ver su cara descompuesta, hinchada y asquerosa.
Los minutos estaban contados.
El final estaba cerca.
Alguien había observado el crimen y el monstruo de su cabeza se reía complacido.
Su padre estaba a unos escasos metros de él. Con los ojos de un ratón asustado y temblando como una delgada hoja de papel.
Comprendió entonces que había llegado su castigo.
Parpadeó en medio de la escena y se dio cuenta que los cuerpos estaban desenterrados. Todos y cada uno de ellos; Dan, el ricachón, la hija del ricachón, la prostituta, la profesora, Tom y Ana; su última adquisición.
Sus manos estaban sucias de tierra y sangre, lo que le decía que él lo había hecho, pero no se acordaba. El maldito monstruo lo había controlado y lo había dejado entre la vida o la muerte.
Se trataba de vivir o morir.
Y en este caso, el hedor de la muerte estaba impregnado en el aire y solo era cuestión de minutos para saber el desenlace.