Hubo un leve silencio entre ellos. Kaelira bajó la vista, apenas. Una acción sutil, pero que hablaba más que palabras. Luego bebió un sorbo de su copa.
—No soy buena con la gente —dijo.
—Yo tampoco. Aunque en mi caso es porque no soy de aquí. Literalmente.
Kaelira lo miró con interés.
—¿A qué te refieres?
Almir dudó. Pero por alguna razón, junto a ella sentía que podía decir algo más.
—Vengo de otro mundo. Uno sin magia, sin tigres con armaduras, sin orbes flotantes que dan luz. Allá, solo era un estudiante más.
Esperaba que lo tomara como un chiste, lo más seguro es que se burlaría por aquella historia y el dijera que estaba solamente bromeando, para romper el hielo.
Pero Kaelira no se rió. Ni se burló. Solo lo miró como si siempre hubiese sabido que él no era como los demás.
—Tal vez por eso te eligieron. Las sombras aman lo que no pertenece. Y tú, Almir, no perteneces aquí. Pero eso no significa que no puedas conquistar este mundo.
Almir sintió un estremecimiento. Algo sorprendido. No por miedo, sino por la certeza de que ella no hablaba en sentido figurado.
Kaelira se levantó. Su vestido se movió como si tuviera voluntad propia. Luego lo miró con una sonrisa apenas visible.
—Ven. Hay algo que quiero mostrarte.
—¿A esta hora?
—Las cosas verdaderas solo se ven de noche… O eres muy cobarde.
Sin siquiera mirarlo empezó a caminar, Almir dudo solo un segundo. El corazón le latía rápido, no solo por miedo. Al mirarla noto su forma de caminar, tan segura de sí misma, como una reina en su territorio.
El ruido de la noche les hacia saber que siempre estaba despierta. El cielo despejado mostraba una luna redonda, tan blanca y brillante que parecía observadora de secretos antiguos. El sendero los llevó entre árboles altos y retorcidos, con raíces como garras saliendo de la tierra. El único sonido era el roce de las hojas y el crujir leve de sus pasos.
—¿Siempre traes extraños a sitios oscuros como este? —preguntó Almir, rompiendo el silencio con una media sonrisa.
Kaelira no respondió enseguida. Solo se detuvo al borde del bosque, donde el sendero se abría a un claro escondido entre robles y nogales centenarios.
—Solo a los que no me parecen tan extraños como deberían —dijo finalmente, y entonces entró al claro.
El espacio era mágico. El claro era redondo, rodeado de árboles como una corona natural, y en su centro, el césped parecía más brillante, como si lo bañara una luz sagrada. Pequeños ciervos dormían en la orilla, sin temerles. Algunas luciérnagas volaban lento. Y arriba, la luna se asomaba por entre las ramas, lanzando su luz plateada justo sobre el centro.
Almir se detuvo. Por un instante se sintió fuera del tiempo.
—Este lugar... no parece real.
—Pocos lo conocen. Yo lo encontré cuando aún era una niña —dijo Kaelira, ahora más suave, sin la dureza que mostraba en la posada—. Venía aquí cuando necesitaba recordar que el mundo aún tenía belleza... incluso cuando todo parecía romperse.
Almir la miró de reojo. Esa versión de ella —sin armadura, sin barreras— era distinta. No era débil. Era real.
—¿Y ahora? ¿Vienes aquí cuando necesitas qué?
—Recordar que sigo siendo humana —dijo ella, bajando la mirada hacia un pequeño zorro dormido cerca de una raíz.
El silencio se hizo profundo, pero no incómodo.
—¿Entonces… Por qué estoy aquí? —preguntó Almir, sin dejar de mirarla.
Ella lo miró, con sus ojos dorados brillando como dos soles escondidos.
—Porque algo en ti es distinto. Y porque quise ver qué tan real eras... lejos de esa Lirio que no deja de mirarte como si fueses un recuerdo que se le escapa.
La mención de Lirio lo golpeó de forma inesperada. En el fondo recordando todas las veces que Almir la ha seguido en las sombras ocultándose de ella. Pero no dijo nada. En cambio, se sentó sobre el césped fresco y miró al cielo.
Kaelira se sentó junto a él, más cerca de lo que esperaba.
—Aquí —dijo ella— no eres nadie. Ni príncipe. Ni elegido. Ni sombra. Ni héroe. Aquí... sólo eres Almir. Y eso me basta por ahora.
Y en medio de la noche, rodeados de luz de luna, entre ciervos y luciérnagas, Almir sintió algo que no había sentido desde que llegó a ese mundo: paz. No la calma de lo vacío, sino la serenidad de un momento que no debía romperse.
Ni una sola vez se tocaron. Ni una palabra más se dijo.
Y en el futuro, Lirio, al verlos juntos, sabía en el fondo que había perdido algo que nunca pudo obtener. Y el impulso de recuperarlo apareció.