La corona de Las Sombras prohibidas

Cap 5. Entre tronos y sedas afiladas

La mañana había llegado a Étalon con un frío elegante, suave como la seda, que se filtraba entre las columnas de aquel castillo como un susurro. Los ventanales altos permitían que la luz dorada del amanecer se derramara sobre el salón principal, donde el desayuno real estaba servido. Todo brillaba: desde los cubiertos de plata y oro hasta las copas de cristal tallado y las frutas perfectamente dispuestas sobre bandejas de obsidiana.

Era uno de esos días donde la política se vestía de seda, y cada sonrisa era una daga que se clava en lo más profundo.

Los duques, condes y ministros ya estaban reunidos. Las damas nobles murmuraban entre abanicos perfumados. El príncipe heredero, Malrik Varelian, llegó como si la alfombra se desplegará a su paso, con su capa carmesí ondeando tras él. Se sentó en su sitio sin saludar, con una sonrisa que más parecía un sello de superioridad.

Y entonces ella volvió a aparecer.

Kaelira Vorthez, la comandante que había desaparecido tras la guerra contra los demonios, aquella que solo se le fue vista un momento la noche anterior y vuelto a desaparecer, llevaba un elegante conjunto azul medianoche con detalles plateados, ceñido a su figura con la dignidad de una reina que no necesitaba corona. Su cabello blanco ceniza recogido en una trenza impecable, sus ojos dorados brillaban con un desafío silencioso.

El silencio se hizo notable cuando se acercó a la mesa principal y, sin pedir permiso, se sentó entre los nobles como si ese lugar le perteneciera por derecho. Lo hizo sin reverencias, sin gestos innecesarios.

El rey — un hombre de rostro envejecido por los años pero aún con voz imponente— desvió su atención de su copa de vino matutina.

—Duquesa Vorthez... —su tono fue neutro, pero con la curiosidad de alguien que no esperaba verla allí—. Me sorprende verte de vuelta. Pensé que habías dejado atrás la política del castillo. ¿Qué motivo te trae de regreso?

Kaelira lo miró sin bajar la cabeza, sin fingir sonrisas.

—No volví por usted —respondió con una frialdad que cortó el aire—. Ni por sus banquetes ni sus teatros. Vine porque hay cosas más importantes que los títulos. Y porque aún queda algo que proteger.

Un murmullo recorrió la mesa.

Malrik bebió de su copa con lentitud, observándola por el borde del cristal. Luego dejó escapar una carcajada corta.

—¿Aún estás jugando a ser heroína, Kaelira? —dijo con tono burlón—. Aunque debo admitir que tu entrada fue más entretenida que la de algunos bufones.

Ella giró el rostro hacia él con un gesto que no necesitaba palabras.

—Duquesa Vorthez para usted, veo que aun sigues creyendo que el mundo gira a tu alrededor, Malrik. Me temo que pronto, el único espectáculo a ver, es cómo ese pedestal dorado que construiste empieza a destruirse.

Malrik apretó la mandíbula por un instante, pero volvió a sonreír.

—No olvides con quién estás hablando.

—Y tú no olvides que no hace falta la sombra de tu hermano para que te sientas amenazado.

Hubo un nuevo silencio. Tenso. Denso.

Almir, que hasta ese momento había observado sin intervenir, dejó la copa en la mesa cortando aquel silencio que se creó.

—Basta. No vinimos a pelear. —Sus ojos, rojo rubí intenso, pasaron de uno a otro—. Si el enemigo está dentro de estas paredes, los de afuera no necesitarán hacer nada para siquiera destruirnos.

Kaelira desvió la mirada hacia él solo un segundo. Sus ojos brillaron con una intensidad sutil, y luego volvió la vista al frente, como si nada hubiese pasado.

Pero para Almir, ese gesto lo decía todo.




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