Tres de la mañana. Suena mi teléfono. Mensaje. Mensaje. Mensaje. ¿Es Dalia? Froto uno de mis ojos antes de dejar salir un bostezo que me hace lagrimear los ojos. ¿Por qué me habla tan tarde? Se supone que ella no sabe que ya me devolvieron mi teléfono, tampoco sobre el ingreso a la universidad en enero. Todo eso es una sorpresa para mañana, pero aun así me habló, ¿Por qué?
Intrigada por lo que podría ser, abro el chat de Instagram que mantengo con ella y leo rápidamente los tres mensajes que me ha dejado.
"Porfa dime que por cosas de la vida leerás esto pronto".
3:16 a.m.
"Ven a mi casa pronto. Desde que leas esto".
3:21 a.m.
"Por favor, mis padres llegan a las seis de su vuelo".
3:27 a.m.
¿Eh? ¿De qué se supone que me está hablando? ¿Realmente es a mí? ¿No se habrá equivocado de chat?
Aun así, con el corazón en el puño, salgo de debajo de las sábanas y, con cuidado de no ser descubierta, echo la bata de seda roja a juego con mi pijama sobre mis hombros, y luego de haberme puesto las sandalias, bajo las escaleras de puntillas. Sabiendo que mi auto está hasta el fondo del garaje porque estoy de castigo —ya olvidé el por qué— tomo las llaves del auto de mi padre de las gavetas de la cocina y salgo por la puerta trasera de la casa.
Conduzco por las desoladas calles de BlackStone, a una velocidad moderada para no tener ningún encuentro con la ley, pero aun así llego en tiempo récord al residencial en el que vive Dalia. Aparco el coche en la acera, y salgo a paso rápido en dirección a la puerta de entrada. Nerviosa, toco la puerta dos veces y espero a que ella me abra. Segundos después, la puerta se abre un poco, y en cuando Dalia me ve, la abre por completo.
—Por todos los cielos, ¡estás aquí!
Dalia me abraza con fuerza y me levanta por los aires con mucha facilidad. Luego de depositarme en el suelo, Dalia toca mi cara con incredulidad antes de plantarme un beso en la mejilla.
—Estás bien, Pelirroja. ¡Que feliz me hace verte de nuevo!
Yo le abrazo de vuelta, sintiéndome feliz por su emoción, cuando recuerdo por qué llegue aquí. Me separo de ella y me apresuro a entrar al recibidor y cerrar la puerta a mis espaldas.
—Eeh, ¿Todo bien? —le pregunto, confundida.
—Claro. Todo está perfecto —ella me guía hacia la sala de su casa mientras sonríe ampliamente.
Abro la boca, dispuesta preguntarle por qué me ha escrito anteriormente aparentando estar tan desesperada, pero antes de poder preguntarle, un folleto informativo de la universidad que hay sobre su mesa llama mi atención.
Ya que estoy aquí, podría decírselo ahora.
—Adivina quién irá los próximos cuatro años a la universidad con su mejor amiga.
Dalia casi escupe el café —que realmente no estoy segura de cuándo lo tomo— que tiene en la boca. Por suerte no lo hace y termina de tragarlo antes de hablar.
—Dime que eres tú. ¿Eres tú? Oh, qué tonta soy, ¡Claro que eres tú! Aaah... —grita mientras corre a abrazarme, alegre.
No puedo evitar reír con ella. Su emoción es contagiosa. Una vez que ya hemos terminado de gritar por cinco minutos de que por fin iremos a la universidad y, encima, juntas, la detengo y me pongo seria. Ya es momento de saber por qué me ha escrito tan tarde.
—Ahora sí. ¿Qué pasa, Dalia?
Ella me mira, extrañada.
—¿Cómo que qué pasa? Pues nada. Estábamos celebrando.
Frunzo el ceño, confundida.
—Pero tú me mensajeaste. Tres veces, y encima parecías desesperada.
Dalia parece recién recordar algo, por lo que ríe, apenada.
—Oh, sobre eso... Lamento mucho haberte asustado, Enya. No fue mi intención.
Dejo caer mis hombros, abatida.
—Al menos dime qué pasó para que me escribas a estas horas —digo, sentándome en el sofá principal de la casa.
Ella asiente dos veces y se pierde en el pasillo que lleva a su habitación. Después de un par de segundos, vuelve con sus manos detrás de la espalda.
—¿Recuerdas ese día en secundaria que hablamos sobre que nuestros padres preferirían dejarnos tener tres esposos antes que un perro?
Yo río por lo bajo mientras asiento.
—Eso y que por mi parte no es como si me hiciera ilusión tener uno.
—Mal por ti, porque mira a quien tengo aquí. Saluda a Blue.
Miro con horror al ver el perro que traía Dalia escondido detrás de su espalda.
—Es un...es...
—Es un perrito.
La miro, estupefacta.
¿Un perrito? ¿Cómo que un perrito?
—Oye, no lo mires como si fuera creación del mismísimo demonio —me recrimina.
Todavía estupefacta, me pongo de pie y entrecierro mis ojos para verlo mejor de lejos y no tener necesidad de acercarme.
—¿De dónde lo sacaste? —le pregunto, señalándolo. Ella no me escucha por estar dándole mimos al pequeño perro blanco que trae en brazos—. Dalia...
Dalia levanta su cabeza en mi dirección, y sonríe, apenada.
—Lo siento. Tiene ese efecto en mí.
—No puedes cuidar a ese can, Dalia —le recuerdo mientras miro a la pequeña bola de pelos mover su colita de un lado al otro, feliz.
—Ya lo sé —me dice Dalia mientras deja al pequeño en el suelo. Automáticamente viene corriendo a mis pies, curioso por mi presencia—. Pero he estado investigando sobre perros y ya se lo he llevado a mi vecina que estudia veterinaria. Me dijo que está en muy buena salud y que solo necesita una casa.
El pequeño me olisquea y me lame los zapatos. Yo me aparto, asqueada.
—Pero cuando me escribiste parecía que era urgente, ¿Qué tiene esto que ver?
—Era urgente. Estaba asustada porque pensé que le había hecho daño, pero no, es solo que es muy juguetón y me gastó una mala broma.
—Es un perro —señalo—. Los perros no gastan bromas.
Dalia se encoge de hombros y toma al perro entre sus brazos, que, al parecer, está buscando la manera de tragarse una de mis sandalias.