Pov's Demián Vólkov.
Imagínate cerrarte tanto por miedo a que te dañen que empieces a asfixiante. Eso fue lo que le pasó a ella.
Por fuera podías perderte fácilmente en sus brillantes ojos cafés, o tal vez quedarte embobado viendo su cabello rojo fuego moverse con el viento...pero, si la veías tan a menudo como yo, sabías que algo malo estaba pasando con ella.
En un principio, esas interacciones entre nosotros cuando éramos niños —donde salíamos a jugar a escondida— eran la base, de por así decirlo, una amistad. Era todo demasiado bueno, hasta que llegó ese día.
Enya Callahan y yo, el enemigo de su familia, jugamos toda la tarde en el estanque trasero aprovechando que sus padres no estaban en casa. Los míos si estaban, pero ellos jamás verían a Enya como una enemiga. Era una niña, después de todo.
A pesar del buen recibimiento que le daban mis padres, a veces ella saltaba sus días de juego conmigo, y aunque ella no lo dijera, sabía que era por miedo. A través de las ventanas polarizadas de mi habitación había visto como la reprendían por cosas minúsculas durante horas, horas en las que ella lloraba hasta quedar sin lágrimas. Era muy pequeño para saberlo, pero estaban matándola en vida.
Al salir a jugar intentaba que riera hasta que se olvidara de lo que le había pasado en casa, pero esa sonrisa solo permanecía en su rostro hasta las cinco de la tarde. Luego todo volvía a ser tan sombrío como antes.
Volviendo en el tiempo, suelo recordar con dolor ese día gris, en el que su madre descubrió lo que hacíamos, y todo por mi culpa.
Estaba muy feliz, Enya se había saltado dos semanas de juegos sin razón aparente. No la había visto llorar, y tampoco a su madre gritar, pero por alguna razón ella no había aparecido durante todo ese tiempo. Ya el tiempo me había enseñado que preguntarle no serviría de nada, así que tomé su mano y la arrastré al estanque para jugar.
Me había tomado el tiempo de, mientras ella faltaba, limpiar una zona en específico detrás del gran árbol que había junto al estanque para que tuviéramos un picnic secreto. Ella, al verlo, no se emocionó tanto como hubiera esperado. No sonrió como yo hubiera esperado.
Lástima que no hiciera nada en ese entonces, porque estoy seguro de que todavía tenía tiempo de salvarla.
—Demi —Enya susurró—. Aquí...¿puedo comer lo que sea?
—Si, está todo hecho especialmente para ti..
—O sea, ¿ya no más dieta?
¿Dieta? ¿Una niña tan pequeña? De hecho, ahora que lo mencionaba, Enya estaba extrañamente delgada.
—No, no más dieta.
Ella había sonreído, finalmente. Era la sonrisa en la que había estado pensando mientras convencía a su madre de hacer un pie de fresas a pesar de que era alérgico a ellas.
La vi comer durante toda la tarde hasta quedar saciada. Finalmente, faltando quince minutos para nuestra despedida y luego de haber recogido los platos y vasos sucios, noté que Enya se había ensuciado la mejilla con la jalea del pie de fresas. Inocentemente intenté limpiarla con una servilleta húmeda, pues era dulce y no quería que su mejilla se quedara pegajosa. Con lo que no contaba era que no solo la jalea saldría, sino también su maquillaje.
A pesar de tener solo ocho años, Demián ya sabía reconocer cuando una mujer se maquillaba o no. Su madre y sus tías siempre usaban maquillaje, así que le resultaba fácil reconocer cuando Enya usaba o no maquillaje. Y extrañamente, ella siempre estaba usando maquillaje.
Pero ella era muy pequeña para usarlo, así que, en su inocencia, empezó a limpiarle el rostro. Enya no parecía molesta, solo tímida, hasta que terminó de limpiar su rostro.
Su cara estaba repleta de pecas, y tenía bastantes ojeras, pero, aun así, a mis ojos, era la niña más bonita que jamás hubiera visto. Porque sus pecas, precisamente, la hacían ver tan inocente. Tan inofensiva.
Recuerdo haberme alejado dos pasos para verla mejor. Recuerdo sus mejillas teñidas de rojo. Recuerdo haber tocado su rostro con suavidad. Recuerdo haberla besado. Solo fue un roce superficial, pero había sentido tanto, que incluso ahora es abrumador ese sentimiento.
Nuestro primer y último beso.
Y así empezaron a pasar los últimos minutos. Era tanta la intimidad entre nosotros que habían olvidado el reloj. Para cuando lo hicieron, ya era tarde. Nessa Callahan venia caminando hacia ellos, visiblemente tranquila, pero no fue hasta que le vio el rostro sin maquillaje a Enya que enloqueció. O eso le pareció a él, porque en sus ojos veía su odio y enojo. Lo más sorprendente es que no era a él a quien miraba, sino a Enya.
Intenté explicarlo, pero fui ignorado y Enya arrastrada de nuevo a su prisión. No volví a verla salir al jardín, pero, aun así, con el pasar de los días seguí haciéndolo con la esperanza de volvérmela a encontrar en el estanque.
Esos días se convirtieron en semanas, esas semanas en meses y esos meses en cuatro años. Cumplí doce años y apenas y había visto a la pelirroja. Para ese entonces había perdido toda la esperanza de volver a verla, hasta que, en un partido contra la Primaria Joce's Loyer, logré divisarla entre el público.
Aún recuerdo la manera en la que se movía su cabello atado a una coleta alta mientras animaba al equipo de voleibol masculino de su colegio. Yo estaba en la cancha también, enfrentándome a ellos. No sé si jamás me vio, pero nunca quitó esa preciosa sonrisa de su cara o me miró a los ojos. El año escolar siguiente me cambiaron de colegio.
Había insistido tanto a mis padres que me cambiaran, que no tuvieron más remedio que hacerlo. Procuré no ir al colegio hasta un mes después para que les sea imposible a sus padres cambiarla, hasta que finalmente llegó el día en que la vería.
El director bastante amable me guio por todo el colegio hasta nuestra aula, donde me presentó ante la clase y me guio hasta mi lugar. Pero para mí ella seguía estando muy lejos. Ella en la primera fila, junto a la puerta, y yo al final del aula, junto a la ventana.