La tristeza inundaba todo su ser, pero no lo demostraba, tenía orgullo. Su pecho dolía pero fumaba un cigarro y con el humo, tragaba su dolor y sus lágrimas. Era un demonio, él no lloraba, ya no lloraba. Salía tarde del hospital, había veces que pasaba haciendo dobles turnos, pero no podía mostrar que no se cansaba; no era humano pero trabajaba y vivía entre ellos, por ende, debía mostrarse como uno de ellos. Dolía llegar a casa y encontrarse solo; había perdido toda fe en el cielo, pero eso era porque aún, tenía tan poco de haber llegado a la tierra que no sabía que existían más dioses, puesto que Dios del cielo, les metía en la cabeza que él era el único, cerrándole los ojos para que no miraran más allá y lo adorarán siempre.
Un gato negro se acercó, se acomodo al lado del demonio y ronroneo mientras esté lo acariciaba.
—Dicen que somos malos —le hablo al gato—. Pero yo digo, que somos más buenos que los malos, que las palabras están confundidas; me pregunto, ¿cómo Dios puede ser llamado bueno y hacer lo que hace? Por eso, yo digo que bueno significa malo y malo, significa bueno.
Nadie que fuera bueno, tendría el valor de enviar al abismo profundo a alguien que actuó, con amor. Se suponía que el amor era infinito y que Dios no juzga por amar, pero los ángeles no podían amar. Daniel no entendía muchas cosas y eso lo llenaba de odio porque no comprendía como llamaban bueno, a alguien que creaba seres para hacerlos sentir inferiores; para que lo adoraran de rodillas y se humillaran. Él, siendo el demonio en el que se había convertido, no le gustaría ni permitiría que alguien se arrodillara ante él; ni que alguien fuera juzgado por amar. No comprendía porque Dios, era llamado bueno, si castigaba sólo porque alguien amaba, como era posible que un acto tan bueno y bondadoso, el gran yo soy, lo castigará.
—Yo prometo nunca dejarte —le dijo, nuevamente a su gato.
Encerrado, solo con su gato, no parecía malo porque en realidad no lo era; era un ser oscuro con una alma noble que luchaba día con día contra sus demonios y malos deseos. Daban ganas de hacer mal, de dañar, cuando miraba tanta maldad pero se ponía a reflexionar que si hacía cosas malas, a los malos, él también terminaría siendo malo. Era oscuro, pero no hacía cosas malas.
No iba preparado pero sí, con valentía. Entró como todos los días, saludando al personal, ya fueran de limpieza, recepcionistas, médicos, enfermeros y auxiliares, él saludaba a todos, no sonreía, porque no podía, no lo sentía, nunca nadie lo había mirado sonreír pero era amable y aunque aparentaba tener un mal carácter, era educado y nunca había hecho sentir mal a nadie.
—Daniel, la joven ya te está esperando —dijo su secretaria tras él, mientras se dirigía a su consultorio.
—¡Buenos días! —dijo, Daniel, a la única joven que estaba ahí, una linda mujer con sus ojos apagados.
—Que pase —pidió como siempre, entrando a su escritorio.
Al verla, sintió aquella conexión, aquello que sentía cuando cuidaba de ella. Quiso protegerla como lo había hecho siempre, pero no podía mostrar más interés del debido. Sus expresiones estaban muertas, podía morir de tristeza, enojo o como esa mañana, de amor pero no lo mostraba y eso en gran parte le ayudaba.
—Mira, cariño —dijo Sabrina a la pequeña Alma—. El que te saluda, es el médico que te atenderá, vamos.
La secretaria la ayudó, tomándole la mano y la guió hasta el consultorio donde el demonio ya estaba tomando café, puesto que Sabrina, lo que tenía de hermosa, lo tenía también de trabajadora y responsable. Todo el tiempo, en cuanto llegaba a su puesto de trabajo, llevaba el café de su jefe al consultorio, para que él, no tuviera que pedirlo, solo se sentaba a tomar su café y trabajar. Ese día, tenía una cirugía importante, le abriría el cráneo a un niño de diez años, así que debía ser rápido con Alma, para preparase bien para aquella cirugía.
Alma se sentó frente al demonio, este la miraba y estaba molesto, sentía el hambre que ella tenía, el dolor de cabeza y todas sus preocupaciones. Esa mañana, Alma no había comido, ya que durante el día, solo se podía permitir una comida y era la cena. No podía cocinar, así que el dinero le alcanzaba para hacer un pedido a domicilio al mismo restaurante de siempre.
—Sabrina —habló el médico por el teléfono—. Trae algo para que la señorita coma, le traes agua y café.
—Está bien, enseguida —desconcertada, Sabrina llamó a un restaurante que quedaba justamente, frente al edificio del hospital. Jamás el cirujano había pedido comida para un paciente, pero eso, Alma no lo sabía, al escucharlo, pensó que era algo que hacía con todos.
—Muchas gracias —sonrió, Alma.
—Vamos a comenzar a grabar —dijo el director del programa.
—Aún no, la señorita va a comer primero, no puedo comenzar si ella no ha comido.
Al director no le gustaban los retrasos, pero tampoco podía contradecir al mejor neurocirujano del país y por el cual, el programa era un éxito. Por su parte, al demonio no le gustaba trabajar con él en un programa de televisión, pero lo hacía, porque era una buena manera de ayudar a personas que no podían costear aquellos servicios tan costosos y delicados.
Al llegar la comida, Alma dio las gracias una vez más y se dispuso a comer, pero al hacerlo de una manera bastante torpe, el demonio se apresuró a ayudarle, dándole de comer en la boca.