Sabía que existía dentro del predio un portón lateral. Recorrí varios metros y mi alivio fue cúlmine cuando descubrí que no tenía candado, solo un pasador a modo de cerrojo del lado interior. Por ese sitio, accedería más tarde con mi carga. Sin hacer mucho ruido, abandoné el portón de dos hojas entre abierto. En el viaje de vuelta, fui memorizando los sitios donde se hallaban las cámaras de seguridad. Conté once. Ni bien llegué, confeccioné un escueto croquis y el posible trayecto hasta el cementerio sin ser filmado. De las treinta y cuatro cuadras de distancia al osario, el recorrido de había transformado en cincuenta y cinco cuadras. Preparé la carga en la mochila para el segundo viaje. Al principio había evaluado que podría efectuar menos viajes si llevaba algo en la mochila y otro poco en bolsas de consorcio negras, pero opté por solo utilizar la mochila, pues llamaría menos la atención. Era de tela reforzada, de mediana capacidad y relativamente cómoda para los hombros. Entraron tres bolsas con abundantes tripas que se dejaban ver al trasluz de sus recipientes. Me coloqué la mochila. No recordé haberla utilizado con tanto peso, pero estaba seguro.
En ese preciso momento, tocaron el timbre de mi puerta. De un sobresalto, dejé en el garaje la mochila. La policía, pensé. De nuevo sentí el latido de mi corazón en mis sienes. Por un momento el miedo a ser descubierto, me había paralizado. Por segunda vez tocaron el timbre. Por una ventana que da a la calle, observé de quien se trataba. No había en la calle patrullero, ni vehículo. Solamente una mujer, la hermana del muerto.
-¡Ya voy, un momentito!- le grité. De la vereda no obtuve respuesta. Silencio. Abrí la puerta a su encuentro. Estaba sola. Fue un alivio.
-Buenas don, soy hermana de Adolfo Martínez, su vecino de acá al lado. Quería preguntarle si no lo ha visto, pues desde el viernes a la tarde nadie sabe dónde está y es raro que se valla sin avisarme a mí, a su ex mujer o a sus hijas.
-La verdad es que ni idea- Le repliqué, poniendo cara de recién enterado.
-Mire, yo se que con usted han tenido algún que otro problemita, pero necesitaría saber si usted vio algo raro, si lo vio salir o si alguien lo vino a buscar. Además lo más extraño, es que dejó su auto en la puerta de su casa y no va a ningún sitio sin el cascajo ese.- Dijo la mujer.
-Si, alguna vez hemos tenido algunas palabritas, pero ha quedado en eso siempre- le dije como restándole importancia a las reyertas.
- Le pido un último favor señor, si usted no se fija que pueda estar desvanecido en el fondo de su casa o en los patios de los sitios linderos. Por favor le pido esa gauchada-
Si me negaba, podría levantar sospechas, lo más lógico sería que la invitara a pasar para que ella misma comprobara que en mi fondo o en mi patio no se hallaba nadie. Íbamos a ingresar por el portón, cuando recordé que allí estaban, las bolsas. Simulé que no había traído la correspondiente llave e ingresamos juntos a mi casa por la puerta principal. Inspeccionamos mi jardín. Echamos una mirada desde mi propiedad al patio de su casa.
Percibí la tensión y su miedo, posteriormente el alivio de ella. Sabía que no me pediría ir al garaje, porque era ilógico. En un papel cinematográfico, le pregunte como si fuera el jefe de una pesquisa. Me cercioré que no hallaron ningún indicio que se me hubiera pasado por alto, salvo por el automóvil en la puerta, el cual era riesgoso llevarlo a otro sitio.
A partir de ese momento, nuestro diálogo fue menos tensionado. La acompañé hasta la vereda. Con una sonrisa y rogándome que si veía algo le avisara. Me estrechó la mano. Justo cuando había dado los primeros pasos para alejarse me dijo:
-¡Pero qué cabeza la mía, todo esto me tiene mal! Si me permite, le dejo mi número de celular y me llama si ve o si se entera de algo.-
Intercambiamos números. Nos despedimos. Cuando regresé a la cocina, sentí un espanto mayúsculo, pues había dejado sobre la mesa, el manojo de llaves de la casa de Adolfo.
-¡Imbécil, estúpido, tarado de mierda…como se me pasó!- Me dije mentalmente- Estaba la duda si lo habría visto. Fue un terrible error. Mi cabeza parecía que me explotaba nuevamente. Sobresalto tras sobresalto, la tensión me abrumaba por completo. Debía ser más cuidadoso de no dejar este tipo de detalles librados al azar.
Ese maldito llavero constaba de cuatro de la vivienda, dos llaves de candados, junto con la del automóvil. Completaba el manojo, una propaganda en acrílico de un negocio de carnicería y una moneda engarzada de cincuenta centavos de dólar. Mi llavero poseía más llaves y el subvenir del club del barrio y un pendriver que no funcionaba. Eran el día y la noche de distintos. Me quedaba claro que una vez que me deshiciera del cuerpo, las llaves no deberían estar tampoco en mi casa para culparme.