Ya estaba preparada la mochila. Pesaba bastante. Ya era la hora de cierre del cementerio. Repasé el itinerario y ultimé los detalles para que este operativo de tirar mi ya molesta carga, sea lo que había esperado. En el trayecto, controlaría el tiempo aproximado de ida y de vuelta. Mi temor en el viaje, se cernía que el encargado u otro empleado, haya descubierto el portón abierto y lo hubiere cerrado. La tarde caía mansa sobre un sol entre nubes, como si ignorara que en este mundo había gente con cosas para ocultar. En realidad, imaginé que en este momento de seguro, en alguna parte del mundo existirían muchos hombres y mujeres que estarían escondiendo sus miserias. Algún muerto como yo, sus robos, sus mentiras, sus amores clandestinos, su mugre en el alma. Después de que todo esto culmine, esperaba tener algo de paz, aunque entendía en esa intuición de que mi vida ya no sería siendo la misma. Anhelaba no estar de salto en sobresalto y mentalizarme que todo resultó el producto de un mal sueño.
Al arribar a las cercanías del cementerio, opté por recorrer los últimos metros a pié con la bicicleta de tiro. Observé si podría existir otra cámara que se me hubiera pasado por alto. Un automóvil circuló por la calle lateral en que me desplazaba. El conductor que iba solo, no prestó atención de quien se trataba, tampoco reconocí el vehículo de algún amigo o vecino. El pueblo es chico y de los veinte mil habitantes, no era improbable encontrar algún conocido. El portón al cual accedería a la necrópolis estaba cerrado por dentro. Puse la bicicleta sobre el portón, me paré en su asiento y pude saltar hacia el otro lado. Por suerte, solo habían puesto el pasador, no había ni candado ni cerrojo. Cuando ingresé, nuevamente, dejé el portón entreabierto. Recorrí una ancha avenida de asfalto, inundada de casas bajas, de puertas estrechas, esas viejas bóvedas que se parecen a pequeñas viviendas, con algunas flores marchitas en sus frentes, con jarrones vacíos de olvido, con placas con nombres que nadie recuerda. Personas que ignoraba que ya se habían muerto. Me rectifico de mi término porque son despojos, no personas.Son cascarones que de forma lenta, en ese proceso de cambio, la muerte los entrega a la tierra que los ha generado.
Y yo, transportaba en mis hombros a quien fue un perfecto pelotudo, un estorbo de palabras y puños dispuestos a repeler cualquier cuestión que considerara que atentaba su ego de simio; ese que ahora ya no existe más. Y mi trabajo, tan clandestino y en parte social para que vuelva a la tierra, a ser huesos y luego polvo. Su violenta forma de conducirse por la vida, tuvo su castigo, su premio infame en la sordidez de la perdida de la existencia. Me convencí a mi mismo que su absurda forma de morir guardaba una relación estrecha con su forma de proceder en su existencia. Por todo ello, no tenía remordimiento en esos momentos, solo fastidio que me tocase a mí, esta desagradable tarea. La sociedad misma tiene algunos mecanismos para cobijar esos violentos, que no encajan ni en las normas de convivencias más elementales, sin ir al choque con sus semejantes. Deseaba más que nunca terminar la faena, darme un duchazo y esperar el arribo de mi familia. Deseaba comenzar un nuevo lunes no sintiendo el peso excesivo de esta mochila, el olor inmundo de la sangre al quemarse y sobre todo, la expresión de su rostro con sus ojos entre abiertos que se me había impregnado en mi memoria y aparecía cuando cerraba los ojos.
Llegué al osario. Estaba todo como lo había dejado. Cuando abrí la portezuela para tirar los desechos, percibí pequeños ruidos de su interior. Roedores, algún peludo de cementerio, o alguna lagartija, ya anoticiados de osamenta fresca. Mi bolsa estaba tomando un aroma fétido. El banquete de un sábado sórdido, en ese mar de muerte y olvido.
- No se desesperen, hay mas bolsas, - les dije casi como un susurro a los bichos que escuchaba dentro del osario.
Fueron cuatro viajes mas.Con los cuidados que había previsto, pude de la forma planeada descargar los despojos. En el último periplo, ya de noche, me topé a la distancia de dos pasos con una lagartija de cementerio de más de medio metro de largo, sin contar su cola. Había visto fotografías de estos reptiles y muchas veces, gente incrédula de pueblo como lo era yo, pensaba que seguro era una imagen extraída de algún lugar lejano y distante de nuestro mundo. Me impresionó tenerlo tan cerca. Después del primer sobresalto que fue en realidad impactante, recordé que su alimento principal son los cadáveres y no atacan ni a personas ni seres vivos, salvo que se vean amenazados. A paso de reptil, sin molestarse de mi presencia nocturna, se perdió entre unas bóvedas. En esos instantes luego de la primera impresión, opté en pensar que él y sus congéneres eran mis circunstanciales aliados.
Cuando llegué por fin a mi vivienda, ingrese por el garaje. La mochila olía de forma terrible y descubrí en el interior manchas del líquido de las bolsas. ¿La metería en el lavarropas? Opté por reducirla a cenizas.