Pasar tiempo junto a Vanessa en clase se volvió una rutina amarga. A pesar de mis intentos por mantener distancia, ella parecía empeñada en acercarse, cómo si no fuera consciente de mi brusquedad y bordería cuando intentaba ser amable conmigo. Sus conversaciones eran simples al principio, hablando sobre los deberes o intercambiando opiniones sobre los temas del curso. Pero pronto, esa barrera que había construido empezó a resquebrajarse.
Una tarde, mientras todos se dispersaban al finalizar la clase, sentí su mano posarse sobre mi hombro de forma delicada. No esperaba ese gesto y, por un momento, me quedé paralizado, sin saber cómo reaccionar. Ella, llena de pecas y con esa sonrisa siempre presente, me preguntó cómo me sentía, si todo estaba bien. No sabía si era su natural empatía o solo una curiosidad genuina lo que la impulsaba a hacerme esa pregunta, pero me bloqueé.
Intenté apartarme de ella, decirle que todo estaba bien, que no se preocupara por mí, pero sus ojos me miraban con una sinceridad que era difícil de ignorar. En ese momento, en lugar de empujarla más lejos, algo en mí decidió abrirse un poco, quizás una parte que había mantenido oculta durante mucho tiempo y la cuál había quedado indefensa bajo la bondad de aquella pequeña y delicada chica.
Así, contra todo pronóstico, comencé a permitirle entrar en mi mundo, a compartir pequeñas cosas sobre mí, evitando las partes de mi enfermedad, pero hablando de mis intereses, de mis pasatiempos, cosas que no había hecho en años con nadie que no fuera mi madre. Era extraño sentir cómo alguien se interesaba sinceramente por mí, y aunque me resistía, esa resistencia comenzó a debilitarse.
Vanessa no parecía desanimarse por mi actitud reservada y esquiva. Al contrario, la pelirroja cada día se mostraba más comprensiva, como si leyera entre líneas lo que no decía mi boca. Eso me asustaba, ¿cómo podía alguien acercarse tanto a pesar de mis intentos por mantener las distancias?
Con el tiempo, su presencia se volvió una constante en mi día a día. Y aunque seguía manteniendo esa actitud pasota, comencé a notar que cada vez era más difícil ignorar su influencia en mi vida. No podía evitar pensar en ella cuando no estaba cerca, su rostro pálido y lleno de pecas se había colado en mis pensamientos de una manera que nunca habría imaginado, pensando a cada momento del día en su suave voz.
Pero cuanto más me acercaba a ella, más consciente era de la promesa que me hice a mí mismo: no dejar que nadie se preocupara por mí, no permitir que alguien se involucrara lo suficiente como para sufrir cuando algo me pasara.
Me debatía entre dos mundos, entre el deseo de acercarme a ella y el temor constante a hacerle daño. Y aunque quería alejarme para protegerla, me resultaba cada vez más difícil apartarme de alguien que, de alguna manera, había logrado traspasar esas murallas que construí durante tanto tiempo.
No sabía qué decisión tomar, cómo manejar este dilema interno que parecía desgarrarme por dentro. Lo único que sabía con certeza era que Vanessa merecía algo mejor que lo que yo podía ofrecerle. Y esa conciencia me pesaba cada vez más.
Si tan solo pudiera retroceder en el tiempo y alejarme de ti desde el principio, quizás no estarías involucrada en este caos que es mi vida contrareloj. Lo siento, Vanessa. No quería arrastrarte a este laberinto oscuro que es mi corazón enfermo