Prólogo
Era un cálido atardecer de verano cuando Alex me anunció que se mudaría de la ciudad. Los tonos dorados del sol pintaban el cielo mientras nos sentábamos juntos en la suave arena de la playa. Las suaves olas del mar acariciaban nuestros pies descalzos, pero esa tarde, el mar parecía agitarse como si sintiera la tristeza que nos embargaba.
—Emily, tengo que contarte algo importante —dijo Alex con un tono serio, interrumpiendo nuestras risas habituales.
Mi corazón latía aceleradamente, y un presentimiento desagradable me recorrió el cuerpo. Lo miré con curiosidad y preocupación.
—¿Qué pasa, Alex? —pregunté, intentando disimular mi ansiedad.
Alex suspiró y desvió la mirada hacia el mar antes de volver a fijarla en mí.
—Mis padres me han dicho que nos mudaremos a otra ciudad. Mi padre ha conseguido un nuevo trabajo allá, y nos iremos en unas semanas —confesó con tristeza en sus ojos.
Mis labios temblaron, y un nudo se formó en mi garganta. No podía creer lo que acababa de escuchar.
—¿Te irás? ¿De verdad? —pregunté, luchando por contener las lágrimas que amenazaban con brotar.
—Sí, Emily. Siento mucho tener que dejarte. No quiero irme, pero mis padres dicen que es lo mejor para la familia —explicó, con pesar en su voz.
Sentí un torrente de emociones en mi interior. La noticia me golpeó como una ola poderosa y me dejó aturdida. No podía imaginarme mi vida sin Alex, él era mi hermano del alma y mi confidente más fiel.
Nos abrazamos con fuerza, y sentí cómo su cuerpo temblaba ligeramente, como si también estuviera luchando contra las emociones que lo abrumaban.
—No llores, Emily. Volveremos a vernos, lo prometo —dijo Alex, tratando de ser fuerte a pesar del dolor.
—Lo sé, pero no será lo mismo sin ti aquí —respondí, apretándolo aún más entre mis brazos.
Pasamos horas sentados en la playa, hablando sobre lo que significaba nuestra amistad y sobre los hermosos momentos que habíamos compartido desde que éramos niños. Hablamos de nuestros sueños y de cómo íbamos a extrañarnos mutuamente.
Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, nuestras palabras quedaron suspendidas en el aire. Los dos sabíamos que la despedida era inevitable, y ese pensamiento se volvió abrumador.
—Prométeme que nunca olvidarás nuestro atardecer en la playa, Emily —dijo Alex, mirándome con la intensidad de siempre.
—Nunca lo olvidaré, Alex. Siempre será uno de los momentos más especiales de mi vida —respondí, con la voz entrecortada por la emoción.
Nos miramos a los ojos, y una complicidad silenciosa selló nuestro pacto. Sabíamos que, aunque nos separáramos físicamente, nuestra amistad sería eterna.
La tristeza envolvía el aire mientras caminábamos de regreso a casa, con el sol ya oculto en el horizonte. Alex y yo caminábamos en silencio, cada paso parecía llevarnos más lejos el uno del otro.
Antes de llegar a su casa, Alex se detuvo y me miró con determinación.
—Emily, quiero que sepas que eres la mejor amiga que alguien podría tener. Siempre estarás en mi corazón, sin importar la distancia —dijo con un brillo de lágrimas en sus ojos.
—Tú también eres mi mejor amigo, Alex. Nuestra amistad nunca se romperá, te lo prometo —respondí, sintiendo cómo mis ojos se humedecían.
Nos abrazamos una vez más, como si quisiera retener el tiempo y evitar que llegara el momento de decirnos adiós. Pero, inevitablemente, llegó el momento de separarnos. Alex me miró por última vez antes de entrar a su casa, y yo observé cómo la puerta se cerraba detrás de él, llevándoselo de mi vista.
Esa noche, lloré en silencio en mi habitación. El sentimiento de pérdida era abrumador, y me preguntaba cómo sería mi vida sin él cerca. Pero, al mismo tiempo, sentía que nuestra amistad era lo suficientemente fuerte para sobrevivir la distancia.
A lo largo de los días siguientes, traté de llenar mi tiempo con actividades y rodearme de amigos, pero siempre había un hueco en mi corazón que solo Alex podía llenar. Me refugié en mi arte, pintando lienzos que expresaban la complejidad de mis emociones y cómo la amistad con Alex había sido una parte integral de mi vida.
Antes de que se fuera, le regalé un lienzo pintado especialmente para él. Era una representación de nuestro atardecer en la playa, con colores vibrantes que mostraban la belleza de aquel momento que habíamos compartido. También le di una carta en la que expresaba lo agradecida que estaba por haber tenido a alguien como él en mi vida.
En el día de su partida, lo acompañé hasta el autobús que lo llevaría a su nueva ciudad. Nos despedimos con lágrimas en los ojos y palabras llenas de cariño y promesas de mantenernos en contacto. Me aferré al lienzo que le había regalado como si fuera un amuleto de protección que mantendría viva nuestra amistad.
Mientras observaba cómo el autobús se alejaba con Alex a bordo, sentí un nudo en mi garganta y un vacío en el pecho. Pero también sentí una calma interior, sabiendo que, aunque la distancia nos separara físicamente, nuestro lazo era tan fuerte que nada podría romperlo.
La despedida fue difícil, pero con el tiempo, aprendí a vivir con la ausencia de mi mejor amigo. Nuestra amistad se mantuvo a través de cartas, llamadas telefónicas y, más tarde, mensajes de texto. Cada vez que recibía noticias suyas, mi corazón se llenaba de alegría. Sin embargo, en lo más profundo de mi ser, siempre sentía una tristeza silenciosa que me recordaba que no había nada que pudiera reemplazar su presencia en mi vida.
Editado: 14.08.2023