Facundo la soltó tan solo un instante, solo para asomarse afuera del café y asegurarse de que aquel hombre del que ella le había hablado ya no estaba por las cercanías. Una vez disipadas las dudas, Paloma se atrevió a salir del café sin soltar la mano de Facundo.
Una vez que estuvieron afuera del recinto y a la luz del día que aún no se iba, Facundo la observó con ojos curiosos y una sensación extraña en su estómago, como si miles de mariposas volaran en masa por dentro de su cuerpo. La pequeña captó su interés por lo hermosa y exótica que era. No era la típica belleza que veía diariamente caminando por las calles. Ni siquiera sus hermanas, con sus grandes y hermosos ojos verdes como él eran tan bellas como aquella niña. Su cabello lo llevaba atado en decenas de trenzas que disimulaban un poco lo afro de su melena y su color de piel era tostado como si los rayos del sol hubieran acariciado cada rincón de su cuerpo y alma. Sus ojos eran negros como las alas de los cuervos pero su mirada iluminaba todo a su alrededor. Sus labios eran pequeños y rosados y al sonreír se dio cuenta de que le faltaba un diente, lo que le hizo sonreír con disimulo.
Sin duda él casi le doblaba la edad, pero eso no le importó. Él se sentía extrañamente conectado a ella. Quizás le recordaba a sus hermanas, de las cuales no había vuelto a saber. Se apoderó de él una sensación de protección hacia ella que no lo abandonaba. El saber que ella hacía lo mismo que él para ganarse el sustento lo llevó a preguntarse si en su corta vida también había estado expuesta a los mismos peligros que tuvo que afrontar su misma existencia. Rogaba que no fuera así.
La llevó a caminar a la avenida en donde él vendía sus postales y coincidentemente era la misma en donde ella vendía sus flores. Caminaron y caminaron hasta estar cansados en el alma de tanto andar. Se contaron sus vidas, sus ilusiones, sus esperanzas, sus miedos.
Facundo la acompañó hasta su casa en donde la esperaba su bisabuela, muerta de preocupación. Al ver que un muchachito la acompañaba y la dejaba sana y salva en su hogar, primero se asustó pensando en que algo malo le había sucedido a su bisnieta, pero luego, cuando escuchó de la boca de ésta lo que había pasado con aquel hombre que la perseguía y cómo él la protegió durante el camino de retorno para que nada malo le aconteciera, lo invitó a comer una pequeña e insustancial merienda a modo de agradecimiento.
Desde ese momento en adelante, aquellos dos niños se hicieron inseparables.
Como ninguno de los dos iba a la escuela debido a sus precarias circunstancias, pasaban todo su tiempo juntos. Por las mañanas se reunían en aquella avenida que se había transformado en su lugar de trabajo, hasta que postales y flores desaparecían de sus manos con el correr de las horas convertidas en monedas y billetes. Luego se iban de paseo a donde fuera que sus pies los llevaran y jugaban, como niños que eran, a lo que ella quisiese, porque Facundo amaba ver volar a su pequeña Paloma y su imaginación. Él siempre era su caballero andante o su príncipe azul y ella siempre era su damisela en desgracia o su princesa encarcelada en las mazmorras a la que había que rescatar.
Lo cierto era que aquella amistad que se dio por azar y que ya llevaba un mes, de a poco estaba cambiando a un inocente y dulce amor, un amor de juventud o niñez, aquel primer amor del que uno nunca se olvida y del que nacen los más lindos recuerdos que suelen perdurar toda la vida. Ambos lo sentían aunque ninguno de los dos había dicho nada. No al menos hasta que una tarde solo ocurrió.
Facundo ya había vendido todas sus postales y a Paloma solo le quedaba una flor. Por esas cosas de la vida, la pequeña tropezó con un hombre, que al verse con sus bolsas de compras en el suelo, creyó que la niña estaba tratando de robarle. Facundo al ver que había un policía cerca y que este se estaba acercando para ver de qué se trataba el alboroto, solo atinó a tomar la mano de Paloma y echó a correr con ella tan rápido como las piernas de ella lo permitieron.
Rápidamente se escondieron en el centro de la ciudad, en el primer lugar que encontraron abierto a su paso. Un bar.
Sin que nadie los hubiese visto, solo pasaron por entremedio de la gente y se refugiaron en el baño. Cerraron con pestillo y se sentaron en el suelo agitados después de haber corrido tanto. Pensaban quedarse por un buen rato. Al menos hasta asegurarse de que aquel hombre y el policía se hubieran ido si es que los habían seguido. Sin duda el hombre se daría cuenta de que no había perdido nada y se marcharía.
Ninguno decía nada. El silencio era abrumador. Cada uno sentía pavor de que el otro se diera cuenta de qué tan fuerte latían sus corazones ya no por la larga corrida si no por las emociones a flor de piel que ambos estaban experimentando.
Se miraron fijamente por eternos minutos, perdidos cada uno en los ojos del otro hasta que Facundo solo se dejó llevar y besó a Paloma con el más tierno y romántico de los besos. Un beso en la mejilla, que sonó graciosamente pero que transmitía los puros sentimientos que él había estado albergando por aquella pequeña que robó su corazón, selló aquel mágico momento.
Paloma se sorprendió pero solo al principio, porque sabía que era algo que debía ocurrir tarde o temprano, porque eso era lo que hacían los príncipes y las princesas cuando se enamoraban, besarse, y ellos eran los príncipes de su propio cuento de hadas. Sabía que en el futuro, cuando fuesen grandes su amor los llevaría a casarse y a tener muchos hijos. Por lo pronto, solo sus manos tomadas y sus miradas cómplices serían los testigos mudos de aquel amor.