—¿Dónde está mamá? —cuestionó Elizabeth a su tía, cuando esta llegó sola a recogerla a la banquilla junto la farola.
Gretchen Beaufoy se inventó una excusa poco elaborada antes de pensar en algo mejor.
—Ella fue a la frutería del señor Fernsby, le he dicho la ubicación, pronto nos alcanzará en mi casa.
—¿Conoceré por fin tu casa? —preguntó ilusionada.
—Sí, Elizabeth. Vamos —Gretchen le entregó su mano a Elizabeth y marcharon a su vivienda.
Era difícil. Su sobrina esperaba a su madre sentada en la sala y meneando las piernas en aburrimiento. ¿Por qué había dicho que era fácil algo como eso?
—Mamá ya tardó ¿les has dicho correctamente la dirección donde vives, tía? Tal vez se extravío.
—¿Tú crees? probablemente se extravío… —los nervios se le quebraban moviéndose con falta de sentido.
Así la mantuvo un par de horas. Elizabeth se afligía.
—¿Mamá vendrá o es que volvió a casa? —cuestionó triste.
—Ella… podría ser que volvió a casa… —respondió Gretchen tomando valentía—. No, Elizabeth, no esta casa. En realidad, no sé a dónde ha ido. Ella se ha ido Elizabeth.
Sin más vueltas, se lo confesó. Elizabeth pareció entender.
—Mamá siempre estaba triste por papá —compartió—, lloraba cada noche. Yo también lloraba, pero no se lo decía, quería ser fuerte para ella. Creí que algún día dejaría de llorar.
—Tu madre se ha ido para llorar a solas.
—Lo entiendo. Ojalá me lo hubiera dicho. Me gustaba llorar con ella —decía Elizabeth—, aunque estuviéramos en habitaciones separadas. Ahora tendré que llorar sola, pero sabré que ella lo hará en donde esté.
La semana pasó. Elizabeth se acostumbraba a la ausencia de su madre pensando que su abandono tenía motivos importantes y no la castigaba por nada. Tomó gusto por la misa de los domingos junto a su tía Gretchen y acompañarla a sus vueltas y trabajos durante la semana. Uno de esos domingos, al concluir la misa, su tía conversaba con el padre Simone. Elizabeth fue hacia la banquilla. El estómago a veces se le contraía. Había algo en esa banquilla que le hacía feliz y triste con esa vista a la iglesia, pero intentaba refugiarse en la felicidad y recordaba la última sonrisa que su madre le dio saliendo de misa aquella vez. Nunca olvidaría los brillosos ojos y el cálido abrazo cuando se entregaron la paz dentro de la iglesia.
Gretchen Beaufoy llamó a Elizabeth unos minutos después. Elizabeth salió del recuerdo y se levantó pronto. Caminó con prisa y chocó contra alguien. Un muchacho llevaba una canasta repleta de naranjas y algunas, debido al choque, botaron al suelo.
—¡Lo lamento tanto! —dijo Elizabeth ayudando al joven a levantar las naranjas.
—La culpa también ha sido mía, no he visto el camino. Te lo agradezco —el joven, de algunos dos años mayor a ella, continuó luego de darle una mirada simpática con esos ojos negros, medio cubiertos por cabellos oscuros desalineados, víctimas del incidente. Así como aquel muchacho, otros lo alcanzaron en fila con diferentes canastas y prendas similares al color concreto y tejas asfálticas. Cargaban naranjas, manzanas, fresas, verduras y carnes. El último muchacho de la fila, de cabellos cafés y casi tan delgado como el primero, fue cuestionado por Elizabeth.
—¿Para quién es toda esa comida? —dijo sin sutileza.
—Es para el refugio, tonta —contestó el muchacho con gracia—. ¿Qué no estás enterada? ¡Es una sorpresa que no lo estés, todo el mundo lo sabe! Debes ser la sobrina de la señora Gretchen ¿no es cierto? Te pareces mucho a ella.
Elizabeth asintió con la cabeza.
—¡Que bien! —contestó el muchacho —Bueno, me disculpo, estoy trabajando y debo seguir —el muchacho se alejó y exclamó con regocijo—. ¡Hay que trabajar para ser grande!
Elizabeth no podría sentirse más que dichosa de habitar entre individuos tan solidarios, excepto por el inadecuado e inmerecido «tonta» que recibió. Finalmente, corrió con su tía con la intención de comunicar tan novedosa noticia para ella.
—No sabía que había un refugio.
—Existe desde hace años, Elizabeth.
—Se ubica cerca de la entrada de Baldi —comunicó el padre—. Solo sigues por todo el camino de Khasun Crist y llegarás —Khasun Crist era la calle principal Baldi y donde se centraban los negocios y la iglesia.
—Me gustaría conocerlo un día, ¿podría conocerlo, tía Gretchen?
—Bueno, podrías, un día que no esté por llover…
—Aquí siempre parece que se avecina una tormenta, pero nunca sucede—dijo el padre Simone—. Tu tía ya podrá llevarte cuando sea el mejor momento —. El padre Simone era un señor de cuarenta y cinco años, diez años mayor a Gretchen Beaufoy, de tez aperlada, cara medio ancha, nariz ligeramente pronunciada y algo chata, cabello oscuro cortado a la igualdad de su cabeza y barbas y bigotes negros tan estéticos como su melena. Su mirada reflejaba una simpatía descomunal por el poblado y cada palabra era externada de la manera más confortable posible, causando seguridad a los corazones.
—Le agradezco, padre Simone. Es cierto, Elizabeth —dijo Gretchen Beaufoy—, no lloverá ni hoy, ni otro día. Vayamos al refugio; aunque hoy tengo que terminar deberes en casa. ¿Querrías el próximo domingo?
—¡Por supuesto!
Elizabeth caminó alegre junto a su tía el fin de semana siguiente. Su rostro externaba una felicidad que no se pensaría el gran sufrimiento que escondía bajo sus ojos esperanzadores. En el recorrido, ese domingo, cuestionó a su tía:
—En el refugio hay niños sin padres, ¿no es así?
—Así es, Elizabeth.
—Son como yo —aseguró.
La tía Gretchen omitió palabras a eso.
—¿Cuántos son?
—Treinta y siete.
—Son muchos para vestir y alimentar. Debe ser un trabajo muy difícil.
—Bueno, es un trabajo agotador, pero vale la pena. Ya lo entenderás.
Llegaron al refugio. La entrada principal las llevó a un tipo de capilla con bancas similares a la iglesia. Los niños realizaban su oración matutina en compañía de alguien a quien llamaban señorita Julia en los asientos del frente cerca de un altar.
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Editado: 15.01.2024