Un lugar llamado nosotros

CAPITULO 2

El viaje fue agotador. Extremadamente agotador. Entre los cambios de tren, las maletas que parecían pesar más con cada paso, y las emociones enredadas como un nudo en el estómago, sentía que mi cuerpo ya no respondía. Pero cuando el taxi dobló la última esquina y vi el horizonte de Boston recortado por los rascacielos, algo dentro de mí se encendió.

La ciudad era todo lo que había imaginado… y más. Las calles empedradas, los edificios antiguos conviviendo con estructuras modernas, el aire húmedo que olía a historia y promesas. Era como entrar en una página nueva de mi vida, una completamente en blanco y lista para ser escrita.

Apoyé la frente contra la ventanilla del auto, observando a la gente que caminaba con prisa, como si supieran exactamente a dónde iban. Yo, en cambio, no tenía idea de nada. Solo un nombre de residencia estudiantil, una dirección en mi teléfono y un corazón palpitando más rápido de lo que debía.

Cuando el taxi se detuvo frente a la entrada de la residencia universitaria, me tomó un segundo reaccionar. Bajé con torpeza, agradeciendo que el conductor me ayudara con las maletas. El edificio era imponente: de ladrillo rojo, con ventanales grandes y un jardín delantero que parecía sacado de una postal.

Respiré hondo. Dos veces. Sentí cómo el peso del cambio caía sobre mis hombros, mezclado con la adrenalina de empezar algo nuevo.

Estaba sola.

Pero también… libre.

Crucé la entrada con paso inseguro, aferrada al asa de mi maleta como si fuera un salvavidas. Las puertas se abrieron automáticamente, y en ese momento supe que no había marcha atrás.

Boston me abría sus brazos.
Y yo estaba lista para intentar no quebrarme en el proceso.
Subí las escaleras del viejo edificio con una mezcla de emoción y ansiedad. El departamento no era grande, pero tenía personalidad. Había dos habitaciones, una pequeña cocina y un salón acogedor. Olía a madera antigua y a nuevas posibilidades.

Entré a mi cuarto, solté mis maletas y respiré hondo. Allí estaba. Mi nuevo hogar. Me senté en la cama aún deshecha, observando las paredes vacías, intentando imaginar todos los recuerdos que llenaría ese espacio. No tardé mucho en empezar a desempacar. Cada libro que colocaba en el estante, cada prenda que doblaba y guardaba, me acercaba un poco más a la idea de que esto era real.

Llamé a casa para avisar que había llegado bien. La voz de mamá, aunque sonara tranquila, llevaba escondida la tristeza que habíamos prometido no mostrar. Hablé con papá, con Cris, y prometí enviar fotos más tarde. Colgué con el corazón apretado.

Abrí mi cuaderno de clases, preparé los útiles que usaría y organicé mi escritorio. Esa parte me tranquilizaba: la rutina, la estructura.

Me puse el pijama —uno cómodo, con estampado de constelaciones— y me acomodé en la cama con un libro entre las manos. Leer me hacía sentir menos sola, como si las palabras pudieran abrazarme. Las luces suaves del atardecer teñían la habitación de tonos cálidos, y por un momento, me permití sentirme tranquila.

Un par de golpecitos suaves en la puerta interrumpieron ese instante.

—¿Hola? —dijo una voz femenina y chispeante desde el otro lado.

—Adelante —respondí, sentándome un poco más recta.

La puerta se abrió y una chica entró con pasos ligeros y una gran sonrisa. Tenía rizos dorados recogidos en una coleta desordenada, y ojos curiosos que lo observaban todo como si la vida fuera una aventura constante.

—¡Hola! Soy Zoe, tu compañera de piso. Acabo de instalarme en la habitación del fondo... y necesitaba saber si aquí se permite el chocolate después de cenar.

Reí con suavidad.

—Depende del tipo de chocolate.

—Del que se esconde en el cajón de los calcetines para no compartir —respondió, guiñándome un ojo—. ¿Y tú eres…?

—Abril.

—Qué bonito nombre. Muy poético.

Asentí, sin saber muy bien qué decir. Ella parecía brillar en contraste con mi tranquilidad silenciosa. Caminó un poco por la habitación, sin invadir demasiado, observando mis libros con interés.

—¿Te gusta leer? —preguntó, alzando una ceja con curiosidad mientras señalaba la estantería que apenas había empezado a llenar—. ¿Qué estudias?

—Mucho —respondí, acariciando el lomo del libro entre mis manos—. Estudio Filología. ¿Y tú?

—Uf, yo soy un desastre para concentrarme. Leo tres páginas y ya estoy pensando en qué comí ayer… o si debería teñirme el pelo de azul —soltó una risa ligera—. Pero me encanta cuando alguien habla con pasión de lo que lee. Me dan ganas de leerlo también… aunque probablemente no lo haga. Estudio Artes.

No pude evitar sonreír. Zoe tenía ese tipo de personalidad que te hacía sentir cómoda sin darte cuenta. Y acababa de conocerla.

—¿Primera vez en Boston? —preguntó, dejándose caer sobre la alfombra con las piernas cruzadas.

—Sí. Todo esto es nuevo para mí. ¿Tú?

—Nací en Chicago, pero vine hace un par de años por una tía, aunque me mudé sola recién ahora. Boston es un caos encantador. Vas a amarlo… incluso cuando lo odies.

—Suena como una relación complicada.

—Como todas las que valen la pena —dijo, y luego me observó con más detenimiento—. ¿Y entonces? ¿Te vas a quedar toda la noche en pijama leyendo en tu primera noche aquí?




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