Ella era mi sol, mi huracán y tormenta. Ella podía ser el llanto, la risa, los sueños, la canción más hermosa y la más triste. Podía ser todo lo que deseara ser.
WENDY
Cierra sus ojos para dejarse arrastrar por la melodía que suena de fondo, empieza a tararearla, hace una pausa para acabar de cepillar sus dientes, su estómago ruge nervioso, está aterrada de regresar al colegio y volver a ver al chico que le gusta; sabe que su regreso será diferente pues una de sus mejores amigas, ahora es su novia. ¿Cómo le hará para soportar las escenas de amor? Ha tenido muchas noches de insomnio, su enfermedad a veces le hace perder muchos días de escuela, esta vez rebasó todos sus límites al pasar veinte días en casa sin poder salir, postrada en su cama. Ella es fuerte más que nadie, mantiene una sonrisa que de algún modo alivia el dolor de su familia.
Wendy se pasea por su habitación en busca de su bloqueador solar y un poco de perfume, al llegar a su tocador se detiene para ver la hilera de medicamentos que hay sobre él.
«¿Por qué mi vida no es normal? Se cuestiona dentro de sí».
Abre la última gaveta, esa que olvida limpiar y siempre está llena de polvo, mira un par de estuches de maquillaje, a veces desea que su vida sea más superficial y que en lugar de remedios, pastillas e inyecciones su tocador estuviera lleno de maquillaje, esmalte de uñas y demás. Al principio trató de que su habitación pareciese la de una adolescente común y corriente. Lastimosamente le ha tocado priorizar sus medicinas para que estén más accesibles para ella. Ha luchado junto a su familia por cinco largos años contra una enfermedad que no tiene cura, ha considerado en varias ocasiones tirar la toalla y dejar que la pesadilla termine, pero todos esos pensamientos se esfuman al ver a su familia, entonces decide luchar para continuar viviendo.
Su madre entra en la habitación sin tocar, le molesta que lo siga haciendo a pesar que le ha dicho que no lo haga. Mira que sostiene un uniforme que le es desconocido y se prepara para la mala noticia.
Suspira con tristeza.
─Mamá, dime que ese uniforme es de Rubén —su madre le sonríe algo desalentada. Para Georgina le es difícil ver a su hija cambiarse de colegio otra vez y le preocupa que con el pasar del tiempo se le complique más encontrar una escuela que entienda que su hija sufre de una enfermedad que le hace un tanto difícil llevar una vida normal y que hay momentos que interrumpe sus clases para recibir su tratamiento. Ella solo desea que su pequeña Wendy lleve una vida menos complicada.
—Cariño, yo... —titubea.
—Pues no pienso poner un pie en esa escuela, —refunfuñó —ya estoy harta de ser la estudiante nueva, —expuso — así que vete de mi cuarto.
—¿Qué sucede? —irrumpe su hermano.
—Sal y toca la maldita puerta —dice con dientes apretados, Rubén se queda desconcertado, evidentemente desconocía la mala noticia del día —¡Sal y toca la maldita puerta! —gritó.
—¡Wendy! —regañó Georgina, quién no necesitó decir ni una palabra más para que su hija entendiera que debía disculparse.
—Tranquila Mamá —respondió Rubén. Lejos de enfadarse le sonrió, han sido muchos años de ver a su hermana en sus días grises que ha aprendido a comprenderla y no molestarse cuándo recibe malas respuestas. — Aunque si quieres estudiar en el colegio más distinguido de todos, Mamá podría mover sus influencias para conseguirte un cupo en el "Notre Damen school" —dijo para molestarla. Wendy le lanza una mirada enfurruñada.
—¿El internado de monjas? —preguntó como si no supiese la respuesta —¡Estás demente!
—Entonces deja de quejarte y agradece que tienes la oportunidad de continuar el ciclo escolar, casi estamos a medio año y es una suerte que te aceptaran —zanjó. Ella se quedó en silencio sin replicar. Ama a su hermana, no le gusta ser tan duro con ella, aun así, siente que alguien debe bajarla de su burbuja, sus padres le han dado todo y lo entiende porque ellos tratan de compensar de alguna manera los años que ha vivido entre medicamentos y hospitales.
El corazón palpitante de Wendy se acelera conforme acerca sus pasos al que será su nuevo salón, ahí deberán comenzar de cero, sus posibles nuevos amigos desconocen su enfermedad por lo que ninguno de ellos le tendrá lástima. Entre pasillos pintados de verde con franjas blancas detiene su mirada en busca de la letra que le indicará cuál es su sección. Todos saben que el primer día de clases en un nuevo colegio es difícil y más cuando llegas a mitad de año, la mayoría tiene sus amigos, grupos para trabajar y es una de las cosas por las que Wendy se encuentra sumamente nerviosa. Ha dejado atrás las personas que dijeron ser sus amigos y sin embargo ninguno de ellos llamó para saber cómo estaba.
Perdida entre los pasillos y aturdida entre la multitud de chicos que corren apresurados por los pasillos, escucha sonar el timbre.
—¡Lo que faltaba! ¡Justo suena el timbre y yo no logro encontrar el maldito salón! —se queja tan fuerte que un chico la escucha.
—¿Qué pabellón buscas? —le pregunta una voz grave a su espalda. Wendy se gira y lo ve de pies a cabeza sin disimular, es de estatura promedio y mirada seria que no le impresionaba. Wendy suele aparentar que ningún chico es lo suficientemente guapo, al menos no para admitirlo a las demás personas, y la razón es que no quiere involucrar su corazón, no por miedo a ser lastimada. Sino por miedo a que algún día su enfermedad se complique y no regrese nunca más a casa.
—B —responde ella, —sección B.
—Mi nombre es Alejandro Monroy —se presenta el chico sin molestarse a sonreír.
—Wendy Sarria —se limita a contestar.
—Tercer pasillo a la derecha, subes las escaleras, ahí veras el salón de química, tu sección está situada al lado —indica Alejandro.