Un movimiento en falso

Capítulo 1

El hielo cruje suave bajo mis cuchillas mientras deslizo los últimos conos al borde de la pista. El silencio de la arena me rodea, roto solo por el eco de mis movimientos y el zumbido tenue de las luces. Acabo de terminar la clase con las niñas del colegio privado y, como siempre, me han dejado el corazón lleno y las mejillas un poco adoloridas de tanto sonreír.

Una dejó caer su guante y me abrazó sin avisar. Otra me preguntó si algún día podría patinar igual que yo. Y una más se despidió con un: “Cuando sea grande, quiero ser como tú”. A veces no sé si soy tan buena como ellas creen, pero me esfuerzo por estar a la altura.

—¿Del? —La voz de Levi rebota en la pista vacía. Giro la cabeza y lo veo al otro lado, con su mochila colgada de un hombro y el cabello mojado, despeinado como si acabara de salir de la ducha. Probablemente lo hizo. Siempre huele a menta y a jabón cuando se presenta así, con las mejillas aún encendidas por el agua caliente.

—Aquí —respondo, levantando una mano.

Se acerca patinando con las zapatillas puestas, lo cual siempre me provoca una mezcla de risa y horror. El tipo pisa el hielo como si no pesara nada, como si los tacos de hockey no fueran lo más antinatural del mundo sobre una superficie helada.

—¿No te enseñaron a respetar el arte del hielo? —le digo con media sonrisa.

—Soy el arte del hielo —responde, con esa arrogancia adorable que ya forma parte del contrato tácito de nuestra amistad. Tira su mochila junto a la baranda, salta al interior de la pista y se desliza como si el hielo también lo tolerara solo porque es él.

—¿Qué haces aquí? ¿No tenías reunión con el entrenador?

—Cancelada. Dijo que prefiere gritar mañana a las seis de la mañana, porque hoy estaba de buen humor y no quería arruinarlo.

Suelto una risa. Me siento en el borde de la pista, desatando los cordones de mis patines con dedos aún temblorosos del esfuerzo. Me dolerán los tobillos mañana, pero valió la pena. Las niñas estaban radiantes.

—Vi un par de futuras campeonas ahí afuera —dice Levi, sentándose a mi lado. Me ofrece una botella de agua que saca de su mochila sin siquiera mirar. Siempre trae una de sobra para mí. Como si supiera que nunca recuerdo llevar la mía.

—¿En serio? ¿Te quedaste a mirar?

—Obvio. Vine a entrenar y me quedé viéndolas. Me gustó la chiquita con la trenza rosa. ¿Cómo se llama?

—Jules. Tiene ocho años. Primera vez que patina y no quiso soltarme la mano los primeros quince minutos.

—Y al final se tiró sola, con un giro medio torpe, pero valiente. La vi. Gritó como si hubiera ganado una medalla.

Sonrío, sintiéndome orgullosa de Jules aunque no esté aquí.

—Fue su primer salto. Y no sé si viste, pero luego ayudó a una más pequeña a levantarse.

—Vi. Por eso me gustó. Tiene madera de equipo.

—¿Estás pensando en ficharla para el hockey?

—Si sigue así, me la robo. —Me empuja el hombro suavemente, como si la frase no escondiera un doble sentido.

—Tiene que crecer un poco primero.

—Igual que tú. —Me mira de reojo, divertido.

—Hey —protesto, empujándolo de vuelta—, no soy tan pequeña.

—No dije que lo fueras. Solo que Jules tiene tu misma energía. No se rinde fácil. Aunque se caiga, vuelve a intentarlo.

—¿Eso es un halago o una crítica sutil a mi terquedad?

—Las dos cosas. —Me lanza una mirada cómplice.

Nos quedamos en silencio unos segundos. El tipo de silencio que no incomoda, sino que abraza. La pista empieza a enfriarse más. La temperatura baja siempre después del atardecer, y las luces se vuelven más tenues. Me froto los brazos, aunque todavía llevo el abrigo del equipo.

—¿Tu papá te pasa a buscar? —pregunta.

—Nah. Se quedó en casa cocinando. Dijo que intentaría algo con salmón y limón. Estoy aterrada.

—¿Otra receta de YouTube?

—De TikTok. Peor aún.

Levi se ríe. Conozco esa risa desde que tenía doce años. Ha cambiado su tono, su cuerpo, su voz, su presencia… pero esa risa sigue igual: cálida y un poco ronca. Como si no importara lo que pasara en el día, si Levi se ríe así, todo vuelve a estar bien.

—Puedes cenar conmigo y con los chicos —ofrece, como hace cada vez que mi papá decide experimentar.

—¿Otra vez hamburguesas congeladas y videojuegos hasta medianoche?

—Hoy hacemos pasta. Del tipo que viene en caja, pero con amor.

—Tempting.

—¿Tempting? Delaney usando palabras sofisticadas. ¿Qué sigue? ¿Champán y jazz?

—Soy una mujer con capas —digo, alzando la barbilla con dramatismo.

—Y yo soy un tipo con hambre. —Se pone de pie, estirándose. Me ofrece la mano—. ¿Vienes?

La tomo. Siempre lo hago. Su mano es grande y cálida, con las marcas de los guantes de hockey aún impresas en los nudillos. Me ayuda a ponerme de pie y salimos de la pista juntos, caminando al borde, donde el hielo deja de ser amenaza y vuelve a ser solo suelo firme.




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