Un nido de víboras (un cuento oscuro, #0.2)

3

─No es justo.

Lea se movía de arriba abajo por la cocina de la casa de sus padres como una fiera enjaulada. Había dejado la espada en el cuarto que todavía ocupaba de vez en cuando, sobre todo desde hacía casi dos años, cuando había nacido su hermano pequeño, Rhys. El niño seguía el avance nervioso de su hermana con sus grandes ojos azules muy abiertos, aunque el estado de ánimo de Lea no parecía afectarle demasiado. Tenía en una de sus manitas una pequeña espada de madera de punta roma que Lea le había regalado por su primer cumpleaños y lanzaba estocadas al aire cuando pasaba caminando más cerca de él.

─Ya lo sé, Lea ─dijo su madre sentada a la mesa de madera mientras preparaba las judías para la cena de esa noche. El mal humor de Lea había aumentado solo con verlas.

─Es que no lo entiendo ─protestó la joven guerrera sin dejar de moverse─. ¿Por qué no darnos ni siquiera la oportunidad?

─No todos los hombres están preparados para ver que una mujer puede ser tan fuerte como ellos, o más incluso ─contestó Maeve sin detener su tarea.

Lea se quedó mirando la destreza de su madre con el cuchillo, aunque fuera decapitando y troceando vainas verdes. Desde que el pequeño Rhys había llegado a sus vidas por sorpresa, Maeve no se entrenaba con tanta regularidad como antes. No porque tuviera que renunciar a ello por su hijo, sino porque había descubierto que prefería una vida más pausada y alejada de la violencia. Todo lo que el hecho de estar casada con el general de la legión dannan le permitía, claro.

Lea se había sorprendido ante la decisión de su madre, pero podía entenderla y nunca se la reprocharía. Maeve siempre había ayudado en las tareas de entrenamiento de las mujeres más jóvenes y jamás había renunciado a una confrontación al lado de su marido. Gracias a ella, muchas jóvenes de la edad de Lea eran grandes guerreras y sabían defenderse con un arma poco habitual en el campo de batalla, una con la que muy pocos soldados eran capaces de usar por la destreza que requería; las espadas gemelas.  

Lea siempre sentía una oscura fascinación cuando veía a su madre usar las dos espadas cortas unidas entre sí por los mangos de tal manera que podía guardarse juntas en una vaina como si se tratasen de una sola. Las espadas gemelas requerían una habilidad extraordinaria con ambas manos y una conciencia muy precisa del cuerpo, tanto del propio como del enemigo. Quizás, lo único que maravillase a Lea más que la destreza de Maeve usando esa arma, era el júbilo que transmitía cuando lo hacía. Puede que la luz que aparecía en los ojos de su padre cuando Maeve hacía despliegue de sus habilidades también fuera impresionante y sobrecogedora.

La hija de Maeve y Gwilym siempre había pensado que esa luz en los ojos de su padre al ver a su madre en acción se debía a la excitación que producía en los feéricos la lucha y la violencia, pero se había equivocado. Ese brillo había seguido ahí luego de que Maeve hubiera decidido dejar un poco de lado su faceta más belicosa y dedicarse a otra de sus pasiones, la sanación.

Era extraño, pensaba a veces Lea, cómo alguien podía sentirse atraído por caras tan opuestas al mismo tiempo. Sabía que a su madre le gustaba formar parte de las batallas como un soldado más, pero siempre había sentido también inclinación por el proceso de curación que venía después. Maeve pensaba que ambos extremos acaban formando un ciclo infinito, y ella ahora mismo se encontraba más interesada en la etapa que definía como de reposo y tranquilidad. Una fase que le permitía pasar más tiempo en casa, con Rhys y con Lea, y también ver la comunidad en la que vivían de una forma diferente e interactuar en ella de una manera nueva.

Lea había sabido que su padre no se molestaría con su madre por tomar esa decisión, la cual implicaría que pasasen juntos menos tiempo y que su relación cambiase, porque Gwilym jamás se enfada con Maeve; Lea a veces pensaba que la adoraba a ella más que a Dannu. Sin embargo tampoco se esperaba que su decisión hubiera recibido una acogida tan abierta y alegre.

─Si es lo que tu madre desea, no voy a impedírselo. No solo porque probablemente hiciera que mis intestinos acabasen por suelo, sino porque simplemente sé que va a ser feliz ─Gwilym se había encogido de hombros con una amplia sonrisa en su rostro y los ojos brillantes─. Si tu madre es feliz, yo soy feliz, Lea, haga lo que haga. Es parte de amar a alguien. Algún día lo entenderás.

Lea había pensando en esas palabras muchas veces. Ella amaba a sus padres, a su hermano pequeño, a sus amistades más cercanas, y la alegría la embargaba siempre que alguno de ellos era feliz y conseguía algo que quería, pero sabía que su padre había hablado de un amor diferente. Un amor que ella estaba segura de no haber experimentado nunca, o eso pensaba cuando veía a sus padres juntos.

─No tiene por qué permitirlo, en realidad ─dijo Maeve sacándola de sus pensamientos─. Las chicas van a seguir entrenando con los hombres, o es la intención.

Había terminado de cortar las judías sin que Lea se diera cuenta y estaba echándolas en una olla con agua caliente, acompañas de patatas y zanahorias ya preparadas. A espaldas de Maeve, sus dos hijos hicieron una mueca de desagrado.

─Esta tarde solamente iban a ver a las tropas.

─Pero va a quedarse aquí al menos cuatro días más. Es tiempo más que de sobra para que vea algo que lo impresione ─añadió girándose para mirar a su hija. Los ojos grises de Maeve estaban cargados con una chispa traviesa que siempre provocaba una sonrisa en Lea.




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