Un nido de víboras (un cuento oscuro, #0.2)

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Los feéricos eran criaturas profundamente conectadas con la naturaleza, pero los sidhe y los fae habían ido dejando de lado algunas tradiciones con el paso de los siglos. Los primeros porque se habían visto obligados a ello al quedar esclavizados bajo el yugo de los segundos tras la Gran Guerra Inmortal, y los fae porque lo habían elegido voluntariamente. Pensaban que eso los hacía superiores al resto de inmortales y los acercaba más a las figuras idealizadas de sus dioses, de quienes se creían sus hijos favoritos. Los dannan, sin embargo, eran la excepción dentro de los fae.

Una de las tradiciones que seguían conservando era la de celebrar cenas al aire libre con sus invitados. Normalmente esos banquetes solían incluir bailes alrededor de hogueras, música y cantidades ingentes de comida y bebida que no llegaban a consumirse y que en el mejor de los casos acababan siendo alimento de los animales domésticos. Para la comitiva real encabezada por el Hijo Predilecto, solo hubo una mesa larga de madera bien surtida de viandas y alcohol, pero no en exceso.

Lea no estaba invitada a esa cena, pero asistió igualmente sin que nadie la viera. Se coló discretamente en el edificio de dos plantas que hacía las veces de almacén de armas y de lugar de reuniones de su padre con sus guerreros más importantes y subió al segundo piso para tener una mejor visión de la velada. Sentada sobre la mesa de reuniones, con la espalda apoyada en la pared y su espada descansando a su lado, Lea cenó la carne asada con verdura envuelta en una tortilla de pan que había comprado en un pequeño restaurante cerca de la casa de sus padres. No tenía nada que envidiarle a la cena que los guerreros y los nobles estaban compartiendo en el patio trasero del edificio, y mucho menos a las judías que su madre había preparado. Masticó despacio y saboreó a conciencia sin perder de vista nada de lo que ocurría al otro lado de la ventana.

Cuando se acomodó entre las sombras de la habitación, Lea no podía distinguir las conversaciones que mantenían, pero esperaba que eso cambiase según la noche fuera avanzando y la bebida escaseando. Eligió con cuidado el lugar desde el que observaba, evitando que la luna la iluminase en algún momento de su paseo por el cielo estrellado. No había ido hasta allí con un plan trazado, pero estaba segura de que algo se le ocurriría.

La mesa estaba dividida en dos mitades enfrentadas de una manera muy poco discreta. Los dannan en un lado, dándole la espalda a Lea, y los nobles en el otro. Nadie ocupaba la cabecera de la mesa; Kendrick estaba sentado cara a cara con Gwilym en un extremo, y Brycen ocupaba el asiento a su derecha. Ninguno de los presentes iba armado, pero los dannan eran capaces de defenderse contra cualquiera con las manos desnudas, sobre todo contra unos fae que Lea estaba segura que fardaban más que eran. Kendrick, sin embargo… Kendrick era otro cuento.

Por lo que sabía de él, Kendrick no era un Hijo Predilecto propenso a la violencia ni a muchas otras cosas que eran del gusto de los gobernantes de Elter. En el palacio de la Casa se producían fiestas ostentosas y salvajes con regularidad, y el Hijo Predilecto tomaba parte de ellas, por supuesto, pero Lea había escuchado que su actitud en ellas era casi… obligada, decían algunos. Como si no quisiera estar allí. Como si solo fuera un deber más que debía que cumplir, pero del que no disfrutaba. Lea no se había parado a darles demasiadas vueltas a esos comentarios, a pesar de que le habían parecido extraños, antinaturales, incluso. La hija del general dannan nunca había pensando demasiado en el hombre que gobernaba su Casa, pero había algo en él que comenzaba a despertar la curiosidad en ella.

La noche fue avanzando y la bebida fluyendo, pero para el disgusto de Lea, las voces no se alzaron lo suficiente como para que pudiera distinguir sus palabras. Tuvo que contentarse con observar desde la distancia, al amparo de las sombras, pero después de un rato descubrió que no le importaba. A veces, los feéricos mostraban más sin palabras que con ellas.

A Lea no le pasó desapercibido que Kendrick no se dirigía a nadie que no fuera su padre; por lo menos, no verbalmente. El Hijo Predilecto se sentaba muy recto en su silla y aunque sus ojos se desplazaban hacia quien estuviera hablando, él apenas intervenía, y si lo hacía, era para dirigirse a Gwilym. Desde donde se encontraba, Lea no podía ver la expresión de su padre, pero era capaz de discernir lo que pasaba por su cabeza solo con ver los movimientos de su espalda y sus hombros, la manera en la que sus músculos se tensaban bajo la chaqueta del uniforme de gala de la legión. Podía ver que cada vez que su rostro se giraba hacia Kendrick y se dirigía a él para hablar, su postura se relajaba.

La joven guerrera sabía que el Hijo Predilecto era del agrado de su padre, por decirlo de alguna manera. Gwilym había conocido al padre de Kendrick antes de que este naciera y había sido también su general durante apenas una década. Lo natural era que cuando un nuevo gobernante tomase el relevo del anterior se deshiciese de todos los consejeros y generales que este había tenido, pero Kendrick se había quedado con Gwilym por alguna razón que Lea no comprendía, aunque estaba agradecida por ello; ella no existiría de no haber sido.

Observó la escena que se desarrollaba en el patio iluminado por farolillos mágicos hasta que todos se levantaron de la mesa casi al unísono. Y durante todo ese tiempo, Lea no perdió de vista al Hijo Predilecto. Solo lo había visto una vez en su vida hasta esa mañana, cuando tenía cinco años, y el recuerdo de las circunstancias estaba difuso, pero el de la apariencia de Kendrick no. Había pensando que su memoria le fallaba al rememorar el negro de sus ojos y que los retratos en los que aparecía representado exageraban el tono oscuro contra su piel clara, pero ese día se había dado cuenta de que no era así. Lea nunca había visto un color como el suyo, negro puro en el que no se distinguía la pupila, como dos pozos sin fondo o como la inmensidad de la bóveda del cielo en una noche sin luna ni estrellas. Cortantes como un puñal de ónice recién afilado. Aunque a decir verdad, todo en él era acerado. Y, a pesar de ello, condenadamente atractivo.




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