Un nido de víboras (un cuento oscuro, #0.2)

10

Cuatro días después de que Kendrick le pidiera matrimonio, Lea se encontraba preparándose en el que sería el escenario de una batalla inminente entre dos de las Casas de Elter. Rodeada de los suyos, con un arco preparado entre sus dedos, contempló cómo Kendrick avanzaba solo hacia el Hijo Predilecto de la Casa del Viento y la Tormenta.

Lea cambió el peso de una pierna a otra con nerviosismo, y la nieve sucia crujió bajo sus botas. Tres días atrás se había celebrado Yule allí, en Tierra de Nadie. El solsticio de invierno era una celebración familiar, un tiempo para estar con los más allegados, tanto con los que se compartía sangre como con quienes no. Ambas Casas habían decidido dejar la batalla en la que se decidiría el vencedor de la guerra para después de aquella festividad. Para muchos sería la última oportunidad de volver a estar con sus seres queridos y honrar a los dioses en una fecha señalada como aquella.

Maeve había venido con el pequeño Rhys de tres años. Al principio, su intención había sido pasar aquel día con su marido y su hija para luego regresar a la seguridad de su tierra, pero finalmente había decidido quedarse. Lea y Gwilym trataron de convencerla para que cambiase de opinión, argumentando que si a ellos les ocurría algo todavía quedaría alguien en la familia que se ocupase del niño.

─Rhys no va a quedarse solo ─había sentenciado Maeve en un tono que no admitía réplica─. Los tres vamos a volver para cuidar de él cuando todo este juego de egos termine.

Kendrick se había referido a la guerra con la Casa situada más al sur en el continente de Elter de la misma manera. Una eterna batalla de egos que él y el actual Hijo Predilecto de Viento y Tormenta habían heredado de sus tatarabuelos. Una confrontación que había comenzado durante la celebración del Mabon muchos siglos atrás, en una reunión que los Hijos Predilectos celebraban en fechas señalas como los solsticios y equinoccios para ellos honrar de manera especial a quienes los habían bendecido con su estatus. Según tenía entendido Lea, todo había comenzado por una partida de cartas. Sí, los señores fae jugaban a las cartas en aquellas reuniones tan destacadas, siempre y cuando no hubiera ningún conflicto importante que debatir, entre otras muchas cosas que Kendrick no había querido concretarle demasiado. Todo había comenzado porque uno había llamado tramposo al otro, los ánimos empezaron a caldearse cuando las acusaciones fueron más allá del plano recreativo y, bueno… en menos de una hora se había armado un conflicto que llevaba ardiendo como una brasa poco más de un milenio. Era una razón curiosa, cuanto menos estúpida, para entrar en guerra con otra Casa, sí, pero los feéricos eran así. Nunca desperdiciaban la oportunidad de masacrar y destruir.

Lea se tensó cuando Kendrick se detuvo a la altura del Hijo Predilecto rival y comenzaron a hablar. Sabía que ninguno de los dos le haría nada al otro en ese momento, porque el juego no funcionaba así. Kendrick le había explicado que los conflictos como aquel no eran reales, sino un mero pasatiempo para los nobles y aristócratas, incluso para los gobernantes, más que para cualquier otro feérico ciudadano de las Casas.

Vistos desde donde se encontraba Lea, en la cima de una de las colinas que bordeaban uno de los valles más grandes de Tierra de Nadie, los ejércitos parecían las piezas de una partida de ajedrez. Aquel lugar ya había presenciado muchas batallas como la que iba a comenzar en escasos momentos. Las Casas necesitaban un territorio neutral en el que librar aquel tipo de contiendas en las que el objetivo no era obtener nuevos terrenos, minas o cualquier otro tipo de recurso que pudiera ser de interés, sino llevar a cabo una representación de hasta dónde podían llegar por un poco de diversión. Como un teatro, pensó Lea.

A los feéricos salvajes no les importaba que los fae usasen sus tierras como salón de funciones. De hecho, les encantaba, porque podían formar parte de la batalla de manera libre, a favor de un bando u otro, cambiando de lealtades en medio de la contienda, excepto aquellos que eran contratados previamente por las Casa, pero eran los menos.

Cuando vio que Kendrick se separaba del Hijo Predilecto rival, Ronald, Lea desclavó una flecha de las muchas que había dispuestas como arsenal en el suelo, además de las que llevaba en el carcaj que colgaba de su espalda.

─ ¿Estás preparada? ─escuchó decir a su madre, que se encontraba a su derecha. 

─Llevo preparada dos años.

Maeve no contestó, solo se limitó a echar un vistazo de reojo.

─No bajes las colinas, ¿de acuerdo? ─cuando no obtuvo respuesta, se giró hacia su hija─ Por favor, Lea.

─Todos vamos a volver, mamá ─replicó la joven abriendo y cerrando los dedos para desentumecerlos─. No podemos dejar a Rhys solo.

Su madre se quedó callada un momento, mirándola. Lea se negó a girarse hacia ella, en parte por enfado. Se había enterado en el último momento de que ella no estaría (previsiblemente) en el valle, junto con la mayoría de soldados, sino en la retaguardia, protegida. Porque aun no había pasado la Turas Mara y sin la inmortalidad completa, sus padres no querían arriesgarse a que se encontrase en un lugar en el que lo más probable es que recibiera una herida que podría resultar mortal para alguien vulnerable como ella. 

─ ¿Sabes? Quiero muchísimo a tu padre ─repuso Maeve mientras el Hijo Predilecto de su Casa volvía a reunirse con los suyos─, pero detesto que hayas heredado esa costumbre de no contar los planes que se cuecen en esa cabecita tuya.




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