El subidón de adrenalina que me provocó el mensaje de Leonardo esta mañana me mantuvo todo el día alerta. Comenzó disculpándose por haber desaparecido durante toda una semana y prometió llevarme a cenar en la noche al Laurel de los Príncipes, para retomar aquella cita que quedó pendiente hace ya varios días e intentar compensármelo.
—Me alegro por ti —dijo Maga cuando se le conté durante el almuerzo—. Te lo advertí. Valía la pena esperar.
—Estoy nerviosa —comenté con las manos sudorosas y el cuerpo tenso—.
—Relájate cariño. No es la primera vez que van a salir.
—Lo sé, pero aun así tengo miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
—No lo sé… no lo sé —apreté los dientes—.
Pasé la tarde practicando ciertas preguntas que me moría por hacerle acerca del viaje y, en secreto, me di la oportunidad de navegar en ciertas páginas de internet que daban consejos y recomendaciones de cómo lucir radiante y sexy durante una cita, pero sin parecer desesperada. Me detuve en un apartado que hacía referencia a las distintas posturas del cuerpo al momento de caminar, sentarse, e incluso estar en la cama. Lo de “estar en la cama” parecía interesante y poco ortodoxo, pero no era precisamente la estrategia que iba a aplicar hoy. Moría de ganas por tomar la iniciativa, acercarme a él, abrazarlo y besarlo, pero tampoco estaba en plan de revolcarme con él y “sacar la zorra pervertida que toda mujer lleva por dentro” (cito textualmente la frase de la revista).
Encontré también una sección muy entretenida que se dedicada exclusivamente al arte de los besos, cosa que me dejó atónita y sin aliento. Descubrí que existían diferentes maneras de besar y que cada técnica enunciada podía aplicarse dependiendo de las circunstancias. En lo ignorante que era en materia de pareja, creí que la cosa solo se limitaba a juntar los labios, moverlos, pasar saliva y jugar con las lenguas. Aquello se trataba únicamente del beso “normal” o “francés” (como lo llamaban allí). En adelante, las cosas podían ponerse muy “intensas”. Que los besos húmedos, que los palpitantes, que el filipino, que el presión, que el mordelón y otros que no mencionaré por respeto a mis principios y convicciones.
Lo cierto es que cerramos el local temprano. A las seis, para ser más exacta. Maga se ofreció a acompañarme para ayudar en la elección del vestido que luego compraría: un hermoso atuendo vino tinto que dejaba mucha piel al descubierto, pero que a la vez resultaba perfecto en mi objetivo de dejarlo impresionado. Compré también dos pares de tacones muy lindos que combinaban con el vestido y un kit de maquillaje (básicamente el que tenía en casa estaba “obsoleto”, considerando que era de aquellas chicas que gustaba más de lucir un rostro natural, antes que llenarme de polvos, sustancias pegajosas o tintes). En total, gasté alrededor de ciento cincuenta dólares solo para ponerme linda y lucir agradable ante los ojos de un tipo que quizás llegué a rechazar en algún momento determinado. Eso sin contar que faltaba el peinado, algunos accesorios básicos y una fragancia decente. Los ahorros de toda una adolescencia se empezaron a esfumar en cuestión de minutos y rogué que al final el sacrificio valiera la pena.
—¿A qué hora quedó en pasar a recogerte? —me preguntó Maga cuando llegamos a casa, a eso de las siete—.
—A las ocho.
—Será mejor que te apresures entonces.
—Tienes que ayudarme con lo del maquillaje y el peinado, ¿recuerdas?
—No te preocupes. Estaré contigo en menos de cinco minutos.
—Debimos haber visitado el local de tu amigo, como la vez anterior.
—¿Es que acaso no confías en mí?
—No es eso Maga, por favor…
—Fui estilista alguna vez en mi vida, por si no lo sabes.
—Fuiste, tú lo has dicho.
—¡Sube inmediatamente a tu habitación y comienza a arreglarte! —exclamó bastante seria—. Estoy contigo en cinco minutos.
—Como usted ordene, su majestad.
—Deja de hacerte la bromista y alístate, que el tiempo es oro.
Subí a mi habitación brincando las escaleras de dos en dos y tomé una ducha de agua fría. Dejé que la sensación de escalofríos quitara toda la tensión de mi cuerpo y aquellos nervios tan absurdos que estaban haciéndome añicos el alma. Cerré los ojos, me apegué a la pared y permití que el agua fluya libremente. De pronto, sentí un leve cosquilleo en el vientre, como si un conjunto de mariposas empezara a revolotear dentro de la carne, seguido de varias descargas eléctricas en zonas específicas del cuerpo. Sentí el roce de unos dedos acariciándome los senos y luego la entrepierna, cosa que me hizo estremecer y agitar. Entonces invoqué la imagen de Alejandro, sus rizos húmedos y aquellos ojos magnéticos atrapados en los míos. Imaginé que susurraba mi nombre al oído, me mordía el cuello y luego me poseía con violencia, causándome dolor antes que excitación. Le pedí que fuera más delicado o que parara, pero él no hacía caso y seguía haciéndolo así. Agarré valor y me di vuelta para alejarlo de mí, solo para descubrir que no se trataba de Alejandro. Era el maldito de mi padrastro con su cuerpo asqueroso unido al mío. Llevaba un cigarrillo en la boca y una botella de whisky en la mano derecha. Me ofrece su expresión más pervertida y sonríe.
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Editado: 15.04.2021