ALEJANDRO
Como habíamos acordado en la mañana por mera casualidad, paso por Samantha a casa de Maga exacta-mente a las ocho de la noche. Apenas me estaciono frente al portal de aquella humilde casa que durante mi infancia me regaló los momentos más agradables y divertidos de la vida, le envío un mensaje a mi acompañante por WhatsApp indicándole que he llegado.
Alejandro: Hola Sam, ¿estás lista ya?
Samantha: Hola bombón, ¿ya estás afuera?
Alejandro: Sí, acabo de llegar. ¿Necesitas más tiempo?
Samantha: No. Enseguida estoy contigo.
Apago el motor del coche y me bajo, un tanto nervioso y tenso. No he salido con una chica desde que terminé mi última y tormentosa relación con aquella simpática jovencita canadiense de nombre Charlotte, hace dos años; por lo que imagino que en cuanto a seducción se refiere, hay muchas probabilidades de que haya perdido el toque.
Samantha: ¿Bombón estás ahí?
Alejandro: Afirmativo. ¿Sucede algo?
Samantha: Maga quiere invitarte a pasar, pero le estoy insistiendo que no es el mejor momento.
Alejandro: Compré boletos para la película de las diez, supongo que no será problema.
Samantha: ¿Es en serio? Creí que tendríamos tiempo para nosotros después de la peli. Ya sabes, para charlar o matar el tiempo en otras cosas…
Alejandro: ¿Y quién ha dicho que nuestra cita termina con la peli? Eso solo es el comienzo, no te preocupes.
Samantha: Salgo por ti enseguida. Dame un segundo.
La verdad es que no había comprado boletos para ninguna función, peor aún a las diez. Lo mencioné por una simple y estúpida razón: quería encontrarme con Esther. Con aquella chica de piel canela, cuerpo abundante y temperamento de hierro que me conquistó desde la tarde que nos conocimos, cuando intentó sacarme a punta de gritos de la acera donde estaba sentado tranquilamente leyendo un libro, porque supuestamente estaba “invadiendo propiedad privada”. Aún recuerdo el instante exacto cuando me arrancó los auriculares de la cabeza y me examinó con aquellos ojos cansados, intentando descifrar en mí todos los puntos débiles, para usarlos en mi contra. Al final terminó casi desmayada, acomodada en mi asiento y pidiéndome de favor un vaso de agua. No tuve que ser adivino para descubrir que algo de su personalidad caló profundo en mí, como si de repente hubiese encontrado la solución a todos mis males con solo escucharla y sentir su presencia. En mis adentros, inexplicablemente, se abrió paso un sentimiento que creí muerto y enterrado, semejante al primer amor de la adolescencia. Aquel cosquilleo sin sentido en el estómago y el temblor en las piernas. El contemplar extasiado el brillo de su sonrisa y perderse en lo carnoso de sus labios, enloquecido. Sentir lo cálido de sus manos agarrando un vaso y estremecerme con apenas un susurro casual. Dios, ¿por qué se me ocurrió fijarme precisamente en una fruta prohibida cuando hay muchas sin dueño que se pudren por ahí? La respuesta es simple: soy un imbécil en cuestiones relacionadas al amor.
Y para muestra un botón: Samantha.
Aquella muchacha de cabellos rubios, cintura de avispa y sonrisa vanidosa, no ha dejado de mostrar sus intenciones conmigo desde que la conocí. A diferencia de Esther, que es una chica más tímida y conservadora, Samantha es directa, honesta y desvergonzada. No teme a equivocarse y consigue lo que se propone. Demuestra que es una mujer liberal, pero prudente; divertida, pero astuta; bastante experimentada y madura, pero simpática. Es evidente que también tiene destreza para tratar con los hombres, lo del otro día con el taxista de camino al zoológico fue muestra de ello. Consiguió una carrera gratuita con solo su escote, un cruzar de piernas y su número de teléfono. Infalible.
De pronto, escucho la puerta metálica principal abrirse de golpe, sobresaltándome. Detrás de ella, Samantha aparece con el vestido rojo más pequeño, apretado y sensual que he visto últimamente. La observo con la boca abierta, gratamente impresionado, y ella se limita a mirarme, sonreír y cruzar las manos sobre su vientre, coqueta.
—Hola bombón —dice acercándose unos cuantos pasos para saludarme con un beso en la mejilla—.
—Hola Sam —le respondo intentando no parecer un principiante—.
Ella acerca su rostro lentamente al mío y posa su mano derecha sobre mi pecho. Siento el extremo de sus húmedos labios sobre el extremo contrario de los míos y tiemblo al percibir el olor a fresa de la fragancia que lleva. Instintivamente coloco mi mano derecha sobre su cintura de avispa y aprieto con la yema de los dedos su piel, provocando que emita un pequeño gemido de dolor.
—Tranquilo campeón —susurra a mi oído, después de dejar un rastro de saliva pegajosa en mi mejilla—. Sé que estás emocionado por verme, pero…
—Lo siento —digo apartando mi mano—.
—Descuida —es ahora Samantha quien clava sus uñas en mi pecho, en franca complicidad—. ¿Nos vamos?
—No se supone que Maga me había invitado a pasar.
—Te vio desde la ventana cuando llegaste y se convenció de que eras tú. Fue suficiente para dejarla tranquila.
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Editado: 15.04.2021