Selene
Habían pasado días desde la última vez que hablamos.
O más bien desde la última vez que discutimos.
No lo había vuelto a ver más que de reojo en el piso, y con suerte, un cruce breve de miradas. No hubo palabras. No hubo acercamientos. Nada.
Era mejor así.
El vapor se alzaba desde mi taza de café, tibio entre las manos. Me apoyé contra el marco del ventanal, mirando el exterior. Todo el cielo estaba cubierto de nubes grises, de esas que prometen lluvia, pero se demoran en cumplirlo. Un día callado, pesado.
Llevaba el cabello mojado, suelto, y un sweater demasiado grande que me había lanzado encima sin pensarlo demasiado.
Suspiré.
No era solo él. No era solo su forma de hablar ni esa manera tan provocadora de mirarme. Era todo lo que había leído. Todo lo que había escuchado. Porque Nikolai Sterling no era ningún desconocido para la prensa ni para las conversaciones rápidas de redacción. Más de una vez lo habían vinculado con alguna chica. Diferente cada vez. Fotos saliendo de bares, entrando a hoteles, rumores, titulares que usaban su nombre con sinónimos de escándalo. Ninguna relación confirmada, solo fuego tras fuego.
Hasta que apareció ella. Daphne Crawford. Modelo reconocida. Ella aparecía en todas partes y no era solo por ser hermosa o por su carrera como modelo. Era porque él también lo era. Ese tipo de personas que parecen hechas para las portadas, para los flashes, para encajar perfecto en un molde que alguien más diseñó.
No importaba qué tan encantador pudiera ser su tono, ni cuán cínica resultara su sonrisa. Yo no iba a quedar atrapada en medio de algo así. No correspondía. No quería estar en ese escenario. Y, más importante aún, no debía.
Le di un sorbo al café, más largo esta vez. Estaba por irme cuando escuché el sonido de una puerta abrirse. Su puerta. Y ahí estaba él. Sin camiseta, con unos pantalones cómodos y el pelo algo revuelto, como si acabara de levantarse o no le importara en absoluto que alguien lo viera así.
Me di la vuelta al instante, dándole la espalda. No quería mirarlo. No quería que pensara que me importaba. Aunque mi estómago sí se había tensado. Solo un poco.
Sentí sus pasos, pero no los miré. Apreté un poco la taza entre las manos, sin decir una palabra. El piso crujió levemente cuando se detuvo detrás de mí. No tan cerca como para incomodar, pero lo suficiente para que su presencia pesara más que el aire.
—Buenos días —dijo al fin, con voz ronca, sin rastro de burla.
Tardé unos segundos en contestar.
—Buenos días —respondí, igual de neutral.
El silencio volvió por un momento. Y cuando finalmente giré un poco el rostro, lo vi ahí. A mi lado. De pie, también mirando por la ventana. El reflejo de su figura aparecía sobre el vidrio, desordenado, sin camiseta, como si el frío no le afectara.
—¿Tu altavoz ya no funciona? —pregunté, sin mirarlo.
Desde esa noche no lo había vuelto a escuchar. Solo a su guitarra y a veces a su voz.
—Quedó con traumas —respondió él, sin pausa—. Desde que alguien lo amenazó con tirarlo por la ventana.
Negué levemente con la cabeza. No por lo que dijo. Sino porque una maldita sonrisa quiso tironearme los labios sin permiso. Mordí mi labio inferior, conteniéndola. Pero cuando volví a girar la vista hacia él, ya me estaba mirando. Y no apartó los ojos, pero yo sí. Di un paso al lado, aumentando la distancia entre nosotros.
—Te vas a resfriar —murmuré, sin disimular del todo la crítica.
La sonrisa volvió a curvarle la boca, ahora más burlona, como si hubiera estado esperando que lo dijera.
—¿Estás preocupada por mí, Selene? —preguntó, con ese tono suyo, bajo, que rozaba el sarcasmo, pero arrastraba una intención más oscura.
—Estoy preocupada porque vivimos en el mismo lugar —repuse, girándome del todo hacia él—. Si uno se enferma, probablemente el otro también termine con fiebre.
Él se rió por lo bajo, ladeando un poco la cabeza mientras daba un paso más.
—¿Eso quiere decir que me vas a cuidar?
—Eso quiere decir que prefiero no tener que hacerlo.
—No suena a un “no” rotundo —dijo, dando otro paso, quedando frente a mí—. Podrías sorprenderme.
—¿Y tú podrías dejar de jugar con todo lo que se mueve? —repliqué, dando un paso hacia atrás.
Él entrecerró los ojos, sin perder esa expresión entre divertida y peligrosa.
—Depende. Algunas cosas no se mueven, pero igual provocan.
Mis labios se entreabrieron un segundo, más por rabia contenida que por otra cosa, pero no respondí de inmediato. Solo lo miré, manteniendo la distancia.
—¿Y siempre provocas por deporte?
—Solo cuando la reacción me intriga.
—Entonces cuidado. A veces lo que provoca también muerde.
Él sonrió. No rápido, no burlón. Una de esas sonrisas que se forman lento, como si realmente estuviera disfrutando la advertencia.
—Me gusta jugar con fuego —murmuró, dando un paso más, tan cerca que tuve que alzar el rostro—. Sobre todo, cuando el incendio parece prometedor.
Editado: 30.07.2025