Un semestre para cambiarlo todo

Capitulo 1:El Comienzo de Todo

Ana

—Gabriela, ¿has visto mis zapatillas? —pregunté, medio metida debajo de la cama por tercera vez.

—No.

—Te juro que las dejé aquí anoche.

—¿Buscaste bien?

—Sí… claro que sí.

—¿Y si mejor te pones otras?

Suspiré. —Eso haré, o si no vamos a llegar tarde a Filosofía.

—Ni me lo recuerdes... nos toca con el profesor Gerardo.

Puse cara de fastidio. —Me cae mal.

Gabriela, impecable como siempre, ya estaba sentada al borde de su cama, revisando su mochila por décima vez. Un hábito tan suyo como respirar.

—¿Llevas el libro de Platón? —le pregunté, calzándome unas zapatillas que no combinaban con nada.

—No pienso leerlo —dijo con un suspiro dramático—. Con escuchar al profesor Gerardo actuar como si estuviera interpretando a Hamlet tengo suficiente.

—Exageras.

—¿Exagerada? ¡El otro día comparó el café de la cafetería con la decadencia de la civilización occidental!

Solté una carcajada. No podía discutirle eso.

Salimos casi corriendo, mochilas medio cerradas, el cabello revuelto y el campus oliendo a café barato y hojas secas. Era uno de esos días en que todo parecía más lento... menos nosotras.

—Si llegamos y ya empezó a hablar, me voy a sentar atrás —murmuró Gabriela.

—¿Otra vez por lo de Sócrates y Beyoncé?

—Exacto. Aún no me recupero.

Llegamos justo a tiempo. Gabriela empujó la puerta del aula. El chirrido fue inevitable.

—¡Ah, las señoritas reflexivas! —dijo la voz teatral del profesor Gerardo desde el fondo—. Justo hablábamos de la angustia existencial. Pasen.

Mis ojos escanearon el salón en busca de un asiento libre... y lo vi.

Tercera fila, lado derecho. Camisa gris, cabello algo despeinado. Su expresión era serena, como si todo el ruido del mundo no le afectara. Lo había visto antes, pero nunca así. Nunca con tanto detalle.

—Me siento atrás —susurró Gabriela, con esa sonrisita que no traía nada bueno.

—¿Qué? ¡No, Gabi...!

—Es tu momento filosófico, Ana —dijo, empujándome suavemente.

Terminé en la fila delante de él. Mientras me acomodaba, sentí su mirada por un instante. No fue larga. Ni intensa. Solo… ahí. Como si me reconociera aunque no supiera mi nombre.

El profesor divagaba sobre Kierkegaard y la ansiedad del ser, pero mi mente estaba en otro lugar. O más bien, en otra persona. A mi izquierda, sentía a Gabriela mirándome como si supiera exactamente lo que pasaba por mi cabeza. Porque lo sabía.

Cuando sonó la campana, todos comenzaron a recoger sus cosas. Gabriela ya estaba en la puerta.

—¿Lista para otro round de sabiduría? —me preguntó con una sonrisa pícara.

—Más o menos —dije, con la mirada puesta en la espalda del chico de la camisa gris.

Sus movimientos eran tranquilos, como si no tuviera ninguna prisa por salir al mundo. Eso me intrigó.

—Te espero afuera —añadió Gabriela, guiñándome un ojo antes de desaparecer.

Me acerqué al escritorio del profesor.

—Disculpe, profesor Gerardo… tenía una duda sobre la lectura para la próxima clase.

—¿Sí, señorita…?

—Ana. Ana Pérez.

—Ah, señorita Pérez. Adelante.

Mientras improvisaba una pregunta sobre Heidegger, noté que él —el chico— se dirigía hacia la puerta. Se detuvo un segundo. Su mirada buscó algo… y se cruzó con la mía.

Fue breve.

Pero algo dentro de mí se movió.

Inclinó apenas la cabeza, como un gesto secreto, y salió.

Me quedé quieta.

—¿Señorita Pérez?

—Sí, profesor. Gracias. Ya entendí.

Salí apurada. Gabriela me esperaba con los brazos cruzados.

—¿Y bien? ¿Tu alma encontró la verdad?

—Algo así.

—¿Y el chico?

—Ni siquiera sé cómo se llama.

—Pero lo notaste —canturreó.

No respondí. Sonreí un poco. Y eso bastó para que ella se diera por satisfecha.

La tarde pasó entre clases, charlas y tareas. Pero su imagen —la camisa gris, la mirada, ese gesto casi imperceptible— no me dejaba en paz.

Ya en la biblioteca, mientras revisaba mis apuntes, encontré un pequeño papel doblado en mi cuaderno. No lo recordaba.

Lo abrí.

"Quizás la angustia no es tan terrible cuando se comparte."
Y debajo, un número.

Mi corazón dio un vuelco.

Miré alrededor, buscando una señal de quién lo había dejado ahí. Nada. Nadie.

¿Había sido él? ¿Gabriela?

Me quedé mirando el papel entre mis dedos.

La filosofía podía esperar.
La existencia, de repente, se había vuelto mucho más interesante.




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