«Tu presencia era tan grande que tu ausencia me mata»
María Luisa, con los nervios a flor de piel, se alejó sacudiendo las manos como si así pudiera ahuyentar el miedo.
—Voy a buscar algo para hacerla reaccionar —dijo con decisión, mirando de reojo a su hija menor—. Y tú, Clara, caliéntale algo, aunque sea una infusión.
Clara soltó un bufido, alzando las cejas con descaro.
—¿Algo caliente? —masculló con un susurro que pretendía ser inaudible y que Maria Luisa escuchó—. ¡Si con el monumento que tiene al lado sobra! Solo tiene que abrir los ojos y dejarse comer… —La mirada fulminante de su madre cayó sobre ella como un rayo.
—¡Clara! —espetó en voz baja, pero con tono severo, antes de girar hacia Leonard con una disculpa en los labios—. Enseguida regreso, señor Vernier.
Salió de la habitación arrastrando de mala gana a su hija, que se iba rezongando por lo bajo. El silencio quedó suspendido en la pequeña y acogedora estancia, interrumpido únicamente por el suave murmullo de la respiración de Amelia.
Leonard se sentó junto a ella en la cama, rígido, observando cada detalle de la mujer. La colcha sencilla, el aroma cálido del hogar, las cortinas que dejaban pasar la luz tenue del amanecer… Todo en esa habitación hablaba de una vida distinta a la suya, tan lejana, tan íntima. Permaneció allí, en medio de ese mundo que no le pertenecía y que lo acogía. Amelia estaba ahí, frágil, con su cabello esparcido sobre la almohada como una corona desordenada. Era lo único importante, lo único que suplicaba era que abriera los ojos, que le demostrara que estaba bien.
Un leve movimiento de sus labios lo sacó de su ensimismamiento. Amelia abrió lentamente los ojos, pestañeando como si le costara regresar del sueño. Al verlo inclinado hacia ella, sus mejillas se encendieron de inmediato.
—Señor Vernier… —susurró con voz entrecortada, intentando incorporarse, pero el vértigo la obligó a recostarse de nuevo—. Gracias… no sé qué habría pasado si usted no…
—Shhh… —la interrumpió Leonard, acercando su mano para rozar apenas su mejilla—. No hable ahora. Estás a salvo.
El contacto fue tan suave, tan inesperado, que Amelia contuvo la respiración. Sentía la vergüenza arderle en la piel. Estaba en su cuarto, con él, tan cerca que el corazón se le agitaba como un tambor descontrolado.
Leonard la contemplaba en silencio, con los ojos grises oscurecidos por una mezcla de preocupación y algo más profundo, algo que ya no podía seguir reprimiendo. Verla allí, tan vulnerable, tan real, lo golpeaba con una fuerza que le quebraba la razón.
Se inclinó despacio, al principio, apenas rozó sus labios, un roce breve, contenido, que buscaba permiso más que entrega. Amelia permaneció quieta, sorprendida, sin saber cómo reaccionar.
Leonard no se apartó. Su boca volvió a buscar la de ella con más firmeza, con la necesidad de un hombre que había cargado demasiado tiempo el peso de la soledad. El beso se volvió tierno, una caricia que hablaba de cuidado, de un deseo contenido que empezaba a despertar.
Amelia tembló, atrapada entre la vergüenza y la inevitable atracción que la arrastraba hacia él. Entonces, lentamente, cedió. Sus labios respondieron con timidez primero, luego con una calidez creciente que lo envolvió todo.
Lo que empezó como un roce inseguro se convirtió en un beso demandante, profundo, cargado de un anhelo que ninguno de los dos podía ocultar. Leonard la sostuvo con delicadeza, como si temiera romperla, pero en la intensidad de ese gesto dejó claro que su alma gritaba que no quería perderla, no podía.
El cuarto, con su sencillez hogareña, parecía desaparecer alrededor de ellos. Solo existían sus labios, sus respiraciones mezcladas, el temblor de sus cuerpos intentando luchar contra el impulso de acercarse más. Amelia sintió un estremecimiento recorrerla de pies a cabeza cuando la mano de Leonard acarició su cuello, rozando apenas su piel con la reverencia.
En su mente se alzó la advertencia: «No está bien… es tu jefe, tienes una relación, aunque rota, no deberías dejarte llevar…» Pero su cuerpo la traicionaba. Cada fibra de ella reclamaba más, pedía que ese beso no terminara nunca.
Leonard, por su parte, se debatía entre el autocontrol y la necesidad desesperada de más. La había visto sonreír con Gael, la había visto llorar en silencio, la había visto luchar contra su propio dolor… y ahora, tenerla tan cerca, sintiendo su boca responderle, lo enloquecía. Había un hambre en él, de posesión, de ternura desesperada, de la certeza de que aquella mujer era todo lo que no sabía que necesitaba.
Amelia gimió apenas, un sonido leve, ahogado, que escapó de su garganta sin permiso. Ese murmullo bastó para incendiarlo. Leonard profundizó el beso, más urgente, como si cada segundo lejos de ella significara una condena. La lengua buscó la de ella con cautela primero, luego con una necesidad que lo dejaba vulnerable.
El corazón de Amelia se aceleró tanto que creyó que iba a desmayarse otra vez. Se aferró a la camisa de él, no para apartarlo, sino porque sus manos temblaban demasiado. La tela se arrugó bajo sus dedos, y ese contacto simple bastó para que Leonard soltara un gruñido bajo, como si la lucha interna se le escapara en un sonido primitivo.
La calidez del beso aún vibraba en los labios de Amelia cuando un chirrido leve la hizo abrir los ojos. La puerta se había entreabierto y la silueta de Clara apareció, apoyada con desparpajo en el marco. Su sonrisa pícara hablaba más que sus palabras.