Inglaterra, año 1201
—No respiréis —le dijo Annette a Sarah, su hija de catorce años, a la vez que cerraba con fuerza los cordeles de su justillo—. Otro poco, Sarah —le pidió, y la niña inspiró fuertemente sumiendo su abdomen mientras se apoyaba en una de las columnas de su cama—. Ya está —dijo Annette, y Sarah pudo al fin dejar salir el aire, pero el justillo estaba tan apretado que no hubo descanso.
Se quedó allí un momento acostumbrándose a la sensación, obligando a sus costillas a la fuerte compresión a la que estaban siendo sometidas. Annette la miró sonriendo.
—¿Está lo suficientemente apretado? —Sarah asintió—. No os vayáis a desmayar en la entrada sólo porque os falta el aire.
—Lo resistiré —dijo Sarah caminando hacia la cama, donde tenía extendidas las piezas de un hermoso vestido de bordados azules sobre seda blanca—. Lord Frederick debe verme preciosa, y si para eso debo dejar de respirar, lo haré.
—Y moriréis —se burló su madre, y al fin, Sue, la doncella de Sarah, se apresuró a poner las faldas y sobrefaldas de su indumentaria. No había sido ella quien le ajustara el justillo porque opinaba que no lo apretaba lo suficientemente fuerte, y había tenido que llamar a su madre, a pesar de lo atareada que debía estar, para esta tarea, y tuvo razón. A Annette no le temblaba la mano para casi nada, ni siquiera para dejar a su hija sin aire apretando un justillo.
Cuando estuvo lista al fin, dio vueltas hacia un lado y al otro de su recámara comprobando los movimientos de los metros de tela que la envolvían y sonrió satisfecha. Se pasó las manos acomodando los pliegues y luego por su roja cabellera, que llevaba suelta a la espalda en hermosos bucles. Como era muy joven, no estaba obligada a usar cofias ni tocados, lo que era una suerte, pues consideraba que su pelo rojo constituía la mitad de su atractivo.
Estaba mejor que si fuera a una fiesta en la ajetreada Londres.
Y es que la ocasión era mucho más especial. En el castillo de Albermale pocas veces ocurrían eventos así, la última vez fue la visita del rey Enrique Plantagenet, y para ese entonces, Albermale no era la fortaleza de hoy.
—¡Ya están aquí! —gritó alguien afuera, y Sarah corrió a las escaleras que la llevarían al gran salón donde su madre había dado órdenes de reunirse. Era la tradición esperar a invitados tan honorables en la entrada de la torre del homenaje, y Sarah se ubicó entre su hermana menor y uno de sus hermanos mayores. Su padre, un hombre aún atractivo de pasados cuarenta años, llegó al fin hasta ellos y Sarah vio a su madre acomodarle ella misma los ropajes y el cabello como si fuera un niño de cinco años, pero a su padre no le molestaba aquel gesto, todo lo contrario, y lo vio sonreír y luego ponerse firme tomando aire.
—Qué guapa estáis, hermana —le dijo Charles, el segundo de los hijos de Lord Wulfgar Collingwood de Albermale. Sarah elevó su mirada a él sonriendo. Charles siempre era mucho más agradable que William, su hermano mayor.
Era la tercera de cuatro hermanos, la única que había heredado el pelo rojo y los ojos azules de su padre, y, además, con ese vestido, llamaría la atención así fuera sólo un ratoncillo.
Pero no lo era, sonrió elevando el mentón.
Lord Frederick, o Fred, como prefería llamarlo en su mente, seguro que se enamoraría de ella hoy, y para eso, ella se había esforzado en lucir espléndida, perfecta, correcta. Comprobó su escote, oculto por una seda casi transparente, pero lo suficientemente atrevido para alguien de su edad y su posición. Si ya Fred no la amaba, hoy caería rendido a sus pies.
Una comitiva de hombres a caballo atravesó al fin el rastrillo del castillo Albermale, y el corazón de Sarah empezó a saltar fuertemente en su pecho. El ansiado momento al fin había llegado.
—¡Wulfgar, amigo mío! —exclamó Lord Rawson bajando de su caballo y yendo al encuentro de su padre. Sarah los vio abrazarse y darse palmadas en la espalda, hablar casi a gritos y reír. Eran viejos amigos, su padre era un conde también, pero no tan poderoso como Lord Russel, que era una especie de primo lejano del rey Juan, y conde de Pembroke. Era terriblemente poderoso, escandalosamente rico, y ella estaba prometida a su nieto, Frederick, quien algún día heredaría título y tierras.
Lo vio, y su corazón se saltó un latido. O tal vez era el justillo tan apretado, no supo, pero su sonrisa se ensanchó y no quitó sus ojos de encima de él. Frederick sólo era dos años mayor que ella, rubio, y por lo que podía ver, más alto que muchos. La miró de arriba abajo cuando la divisó, y ella, como una perfecta dama, bajó su mirada.
Al patio de armas siguió llegando gente a caballo. Algunos portando el estandarte del león rampante dorado sobre campo de gules atravesado por una cruz blanca de los Pembroke, y otros luciendo su reluciente armadura con la visera de sus yelmos bajadas. Debían estar muy cansados por las casi dos semanas de viaje, pero se mantuvieron allí, de pie o sobre sus caballos, esperando la orden a seguir.
—¿Este es el joven Frederick? —preguntó su padre mirando a su prometido, que había bajado de su caballo, con una sonrisa, y Sarah no se perdió el gesto de respeto que Fred le hizo—. Ya sois todo un hombre, muchacho.
—Recientemente, armado caballero —anunció Russel, orgulloso de su nieto—. Esgrime la espada tan bien como cualquier Rawson.
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Editado: 19.02.2024