Sentía los ojos resecos, tan arenosos que cada vez que parpadeaba sentía como si miles de diminutas piedrecitas se encontraran detrás de mis párpados, rasgándolos, lastimándolos.
Mi vista hacía rato que se había adaptado a la penumbra que envolvía a mi habitación, todo tan silencioso y apagado, solo el zumbido que se apreciaba por debajo de mi oído y el murmullo casi apagado de mi corazón.
No sabía porqué, pero hallarme de costado sobre la cama y tan encogida como animal herido calmaba el dolor que punzaba en mi interior; sentía, tenía la sensación de que si me volvía más y más pequeña también volvería diminuto el dolor.
Lo más sorprendente de todo esto era que no había derramado ni una sola lágrima, ni siquiera había dejado que la humedad llenara mis ojos; y sabía, con total certeza, que eso me dañaba aún más: no exteriorizar el dolor, no dejar que fluyera ni que se derramara por alguna parte, solo guardándolo, como siendo enterrado fuerte, al fondo, muy hondo hasta ser doloroso.
Pero, de alguna manera, también se apreciaba diferente, no se sentía como el dolor de antes, el dolor al rechazo, el dolor a sentirme menos; era más bien como... como un dolor aceptado, de esos que ya no los alejas ni tratas de encontrarle alguna explicación: era de esos dolores que se sienten y... simplemente los sientes, como cuando experimentas una buena sensación y quieres saborear cada parte de ella.
No, tampoco quería saborear cada parte de mi dolor, pero sí que estaba dejándolo ahí, que hiciera lo que quisiera, que estuviera lo que quisiera estar, que fuera. No me sentía con las energías de ahuyentarlo, no me sentía con las ganas de encontrarle una explicación o alguna cura para sanarlo.
Alguna parte lógica de mí, una muy basta, me decía que debía de ser como el dolor físico: mientras más de tus pensamientos le dabas, más se agrandaría él. Hasta volverte desesperada, temblorosa, irracional.
Era por eso que no había dejado que la desesperación me tomara, no había dejado a mi mente fluir y fluir en una incesante búsquedas de razones, de explicaciones.
Se sentía como si mi parte racional hubiese sacudido a mis emociones, explicando que no podíamos —ni debíamos— aferrarnos a ello. Entonces los pensamientos lógicos llegaban y llegaban y, Dios, dolía un montón darme cuenta de que era imposible obligar a otra persona a sentir lo mismo que uno. Dolía un montón sentirse rechazado, dolía muchísimo no ser correspondido.
No podía culparlo, tenía que aceptarlo y, aunque podía no olvidarlo rápido, sí tenía que aprender a manejarlo. Tenía que intentar ser dueña de mí y asumir mi cosa porque solo yo era responsable de ella.
El que yo estuviera sufriendo no era en absoluto su problema, era mi problema; y él no podía pagar por ello aún cuando él fuese la razón.
Ese día, después de que me dejara las cosas completamente claras, ni siquiera supe cómo pude mantenerme y no derrumbarme mientras me echaba a llorar frente a él. Al contrario...me comporté tan... Fue como si sus palabras hubiesen golpeado una parte de mí, la hubiesen sacudido y me hubiesen hecho ver las cosas de una manera diferente, como si ellas mismas me hubiesen obligado a sentirme diferente.
No le había replicado nada, no había tratado de cambiar su visión hacia mí, ni siquiera le había pedido explicaciones. Se sintió como si una parte de mí lo hubiese comprendido: sus razones, sus palabras... Y, que por alguna razón él también estuviera angustiado, influyó en mí. Se sentía horrible que él se sintiera abrumado por mis sentimientos hacia él. Y la firme decisión de no hacerlo pasar mal a él por mí me estaban ayudando a aceptar que no podía corresponderme, que yo tenía que asumirlo, aceptarlo y seguir.
Y, de todas maneras, sentía que ya no quería —ni podía— dejar que nada de él volviera a dañarme, no quería que mis sentimientos expuestos me volvieran algo vulnerable y débil.
Y supe que había conseguido algo cuando, esa tarde que había trabajado con él, yo me había sentido tan...lejana. Me había vuelto tan estoica que por increíble que fuera había permanecido junto a él cómo si su presencia no me revolucionara, y, hasta ahorita, ahora, en este preciso momento, yo estaba tan incrédula por eso.
Y eso también dolió. Dolió sentir que estaba perdiendo algo tan rápido. Dolió saber que yo misma estaba intentando acabar con algo que apenas y había llegado... y solo porque era más lo que me dolía que lo que me hacía feliz.
Me sentía apagada, desanimada, decepcionada por el simple hecho de estar intentando acabar con algo que estaba experimentando por primera vez solo para que no continuara dañando y dañando. Me dolía estar eliminando algo que debía de ser bonito pero...que aún así, no sentía que lo fuera.
Al otro día también vino y, más o menos, fue más de los mismo. Yo me comporté igual. Alejada para no molestarlo, respetuosa para no ofenderlo y casi fría para...para no colapsar. Había tanta seriedad, todo tan seco y lejano, tanto silencio y tanta tensión que al final de la noche yo estaba casi que reventada de agotamiento.
Los días subsiguieron y se sintió mucho más fácil trabajar como si estuviera sola, y supe que la fuerza para hacer las cosas como él había querido las obtenía del sufrimiento que me había producido su prematuro rechazo.
Nos hablábamos, pero solo para lo necesario.
Yo nunca había sido tan... fría, ni siquiera sabía que podía llegar a serlo, y, a pesar de todo, me sentía bien de que mi mente se hubiera hecho cargo de todo de una manera tan...impersonal.
Lo atribuía a que todo esto había sido tan fuerte de experimentar que algo se había cerrado tan duro en mí como modo de defensa y protección. Y es que...se había sentido tan doloroso que él ni siquiera... Ni por solo un minuto había querido siquiera ser mi amigo. Negó toda posibilidad a siquiera ser buenos compañeros de trabajos, personas que, aunque no fueran verdaderos amigos, podían haber trabajado fácilmente si no hubiese sido porque él lo había querido de una manera tan distante.