Así seguimos, hablando y bebiendo, repartiendo rondas entre vino, cerveza y Whisky. Él lo combinaba todo con sus cigarrillos, que parecían perpetuos, inacabables. Yo lo acompañaba, aunque no fumaba, el ambiente cargado del tabaco que iba y venida en la habitación me alegraba.
¿Cuánto tiempo habría pasado desde que ingresé a la casa del viejo indecente?
No lo sabía. De cierta forma, sabía que el tiempo acá no tenía forma, que su autonomía se transfiguraba por la mera presencia del hombre que lo había acostumbrado todo a sus costumbres y maneras. No era matemático, ni físico, ni nada parecido. Un simple hombre entregado a sus pasiones y locuras. Ahí comprendí que no eran necesarias tantas excentricidades para crear un mundo, un universo, una realidad dentro de nuestra realidad…
Todo era acorde a lo planeado, casi perfecto. Habíamos creado el ambiente que deseaba para desarrollar la conversación. Aun así, sabía que faltaba un ingrediente, uno importante que el viejo me agradecería y que sin lugar a dudas lo entusiasmaría.
—Todo es perfecto, ¿No le parece, señor C?
—Aún está muy lejos.
—¿Estamos lo más cerca que nos es posible?
—Talvez, no lo sé.
—Si me permite…
Me incliné hacia mi morral. Saque celular y parlante, extravagancias que el señor C no dejó pasar por alto.
—¿Qué carajos es eso? —Me preguntó el viejo un tanto malhumorado y con expresión de asco en su rostro.
—Ya lo vera…
Conecté los dispositivos por Bluetooth, busqué la lista que tenía preparada para la ocasión, la reproduje. Inmediatamente empezaron a retumbar los compases de Mahler, la sinfonía número 1 en D mayor II. Sabía que al viejo le agradaría.
Su expresión tosca y repulsiva cambiaron sorprendentemente. Su rostro se relajó y se acomodó en su sillón, como rey en su trono, como hombre dueño de su casa. Dio una larga calada, un gran sorbo. Sonrió mientras las sacudidas de Mahler adornaban el entorno.
—¡Maldito! —Anuncio el viejo tímidamente— ¿Cómo lo conseguiste?
—Una de las virtudes de un descubrimiento que no logró disfrutar en su vida, señor C.
—¿De qué se trata?
—La conectividad, señor C. Ahora estamos conectados, en todo momento, en todo lugar.
—Suena una mierda.
—Y lo es, de cierto modo. Pero vea usted. Puedo reproducir desde éste aparato —Mostrando el celular — a este otro —El parlante, respectivamente— la música que yo quiera.
—¿Cualquier música?
—De todo tipo, de cualquier género.
—¿Sin comerciales, sin interrupciones publicitarias?
—Existen limitaciones, ciertamente, pero se pueden solucionar en contados segundo.
—¡Mierda! —Anunció el viejo, visiblemente sorprendido— Que mundo de mierda en el que vives.
No pude reprimir una risa de afirmación y concordancia, dando la razón al viejo.
—¿No le gustaría obtener el cien por ciento? —Pregunté ante la afirmación del viejo.
—¿Cómo que el cien por ciento? ¿De qué?
—De música. Sé que era algo importante para usted.
El viejo, no sé si sorprendido, fastidiado, deprimido o curioso, me miró largo rato, expulsando el humo de su cigarrillo, aumentando la carga del entorno que nos atrapaba. Mahler seguía dándole y mi cabeza ya daba vueltas. No sabría decir si la del viejo estaba en el mismo estado, pero su penetrante forma de mirarme me indicó lo contrario. Ese viejo era algo único e irrepetible y aunque conocía los posibles peligros de seguir allí, en su casa, mezclándome con su entorno, llevándome de la mano a sus bajos mundos, me alegraba de estar.
Siguió observándome y cuando por fin creí que algo iba a decir, se recostó contra su sofá, cerrando sus ojos y echando su cabeza levemente hacia atrás.
No me atreví a interrumpir su pequeño ritual, no me atreví a entrometerme entre el viejo y sus pensamientos, si en algo pensaba. Después de un rato abrió los ojos, volvió la cabeza hacia mí y sonrió despreocupadamente.
Aquella era la expresión de un hombre feliz, satisfecho, realizado.
—¡Largo de mi casa! —Dijo no más.
—¿Cómo? —Pregunté en forma sorprendida e ingenua.
—Ya me oíste. ¡LARGO DE MI CASA!
En verdad estaba sorprendido. Creía haber llegado a un punto donde la confianza había amainado sus esquivas maneras, su indiferente actuar.
No sabía qué hacer. Había llegado muy lejos para dejar la conversación en aquel punto, pero a su vez, no entendía como podría retomar el entusiasmo del entorno, la noche y la del viejo, finalmente.
Me limité a mirarlo fijamente, sin decir palabra, sin mover un solo musculo del cuerpo. El también miraba, bebiendo y fumando, en modo desafiante, de forma engreída y orgullosa. Parecía que seguíamos un juego, un desafío, quien podría mantenerse en silencio más tiempo.