Miraba distraídamente mientras otra gorda gota de agua de lluvia se formaba en el techo y caía a la cubeta que había colocado anoche debajo de la gotera. Una de tantas. El techo del ático estaba lleno de goteras. Al menos ninguna se había formado sobre mi angosta cama, eso sí que sería un problema. Dejé salir un largo suspiro al percatarme de que la hora de levantarme había llegado. La señora Donovan se levantaría en cualquier momento y demandaría su té y pan tostado. Me levanté a toda prisa, salpiqué mi rostro de agua, me puse una blusa blanca y una sencilla falda plisada color azul, y me apresuré a llegar a la cocina.
Deliberadamente ignoré el rugir de mi estómago, ya podría comer algo una vez que la señora Donovan tuviera su desayuno. Eso si no salía con alguna exigencia de último minuto, de esas que se le daban tan bien.
Tomé la charola con la taza de té y el pan tostado con mantequilla y mermelada, justo como a la señora Donovan le gustaba, y me apresuré escaleras arriba hasta su habitación. Abrí la puerta lentamente, la señora de la casa odiaba cuando entraba intempestivamente.
—Buenos días, señora Donovan —dije al notar que ya se encontraba sentada sobre la cama esperándome con su cabello blanco lleno de tubos. No podía entender cómo alguien era capaz de dormir con los tubos en la cabeza, pero la señora Donovan aseguraba que era una costumbre que todas las mujeres tenían en su época y que era una lástima que las jovencitas “disolutas”, como consideraba a cualquiera de mi generación, hubieran perdido esa costumbre.
—Se te hizo tarde otra vez, Annabelle Bernard, ¿de nuevo perdiendo el tiempo en tonterías? —preguntó la señora de mal modo.
Miré el reloj que se encontraba en el buró junto a la cama, marcaba las 8:02 am, así que técnicamente había entrado con dos minutos de retraso.
—Lo siento, no volverá a ocurrir —me disculpé fingiendo contrición.
—Otra vez tienes bolsas bajo los ojos, ¿te quedaste leyendo hasta tarde? Ya te dije que no hagas eso, te necesito con energía durante el día, no con esa cara paliducha y larga que acostumbras —me dijo con el ceño fruncido, lo cual acentuaba las arrugas de su rostro que tanto se empeñaba en combatir con cremas antiedad.
—Lo siento, señora Donovan —le dije sin mucha convicción mientras colocaba la charola del desayuno frente a ella.
—Ve a comer algo, Annabelle, estás muy delgaducha y la gente va a creer que no te alimento —me dijo agitando su mano para despedirme—. Por cierto, necesito que esta tarde vayas a la oficina de correos a entregar una carta para mi hijo.
—Con gusto, señora Donovan, aunque si prefiere le puedo ayudar a abrir una cuenta de correo electrónico, podría escribirle más seguido a su hijo y los correos le llegarían de inmediato —le sugerí, arrepintiéndome al momento de abrir mi bocota, la cara de la señora Donovan me dejó saber al instante que había cometido un error.
—Te contraté para que hagas lo que te mando, no para que me inoportunes con tus ridículas sugerencias —me dijo de mal modo—. Cuando llegaste a trabajar para mí te dejé muy claro que las cosas aquí se hacían a mi modo, si me interesara saber tu opinión te la pediría.
Agaché la cabeza, apenada por mi impertinencia, ya sabía bien que la señora Donovan estaba muy habituada a su forma de hacer las cosas. No sé por qué insistía en quererla cambiar.
—Tiene razón, lo lamento, señora Donovan —me disculpé con la vista clavada al suelo.
—Vete de aquí, quiero disfrutar de mi desayuno con calma —me dijo agitando su huesuda mano con más fuerza para que me diera prisa en salir.
El resto del día cumplí con mis mandados habituales, le pagué al jardinero y al tendero por sus servicios de la semana, acomodé las numerosas revistas junto a la chimenea para que la señora Donovan las pudiera leer por la tarde con una frazada en las piernas y una taza de té de menta, saqué a pasear a su pequeño maltés y, como cada viernes, pulí los cubiertos de plata. Una vez que todas mis actividades del día estuvieron cubiertas a la perfección, regresé a la habitación de la señora Donovan para tomar la carta que deseaba enviarle a su hijo.
—Si no le molesta, después de dejar la carta en la oficina de correos iré directamente al instituto por mi hermana —dije tímidamente, esperando que no tuviera ninguna objeción.
La señora Donovan se retiró sus diminutos lentes para observarme con detenimiento.
—Oh, cierto, ya es viernes, lo había olvidado. Bien, supongo que no puedo impedírtelo, te prometí las tardes de los viernes libres para tus actividades. Pero te prohíbo que visiten un bar o cualquier establecimiento de mala reputación, no voy a permitir que en el pueblo se rumoree que mi empleada es una disoluta —me advirtió con ojos amenazantes.
—No se preocupe por eso, señora Donovan, mi hermana aún es menor de edad, tiene 17 años, dos menos que yo, y no acostumbramos a frecuentar bares —le aclaré.
—¡Qué va! No creas que me engañas, sé que también te ves con esa amiguita tuya que es una bala, no puedo controlar a quién frecuentas en tus ratos libres, pero esa jovencita solo va a mal influenciarte. Deberías pensar mejor en tus amistades —me dijo antes de entregarme la carta.
—Sí, señora Donovan —le respondí antes de salir de la habitación.
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Editado: 01.08.2022