“No había otro remedio que seguir y seguir, aún después de sentir que no podrían dar un paso más.”
(J.R.R Tolkien)
Despierto sobresaltada al oír el pitido del tren. Miro a mi alrededor, la familia a la que me había unido –sin que ellos lo notaran- cuando subí no está por ningún sitio. Es probable que se hayan bajado en alguna estación anterior o incluso en esta, ya que las puertas a penas se están cerrando.
La cabina que conseguí es bastante espaciosa, podría estar viajando con otras cuatro personas y cabríamos perfectamente. El sofá de madera oscura, al igual que el resto del aposento, está cubierto con un mullido almohadón borgoña y varios cojines de igual color.
Frente al asiento, que tiene forma de ele, hay una mesa de café donde se sirven las bandejas; además, tanto sobre la ventana a mi espalda como bajo mis pies hay diversos compartimientos para depositar el equipaje. Claro que yo no tengo nada que guardar.
Todo el tren es iluminado por luces doradas, posiblemente obtenidas a partir de un generador, que le dan al ambiente un aire de calidez y comodidad. Cada camerino es separado de otros de su estirpe y del pasillo por una media pared oscura que tan solo permite a los empleados acercar las bandejas con las comidas dispuestas según el pasaje pagado.
Will ha reunido dinero suficiente para conseguirme un boleto en primera clase que me de todas las comodidades y alimentos posibles. De no tener este trozo de papel, quizás estaría viajando con el carbón, pero no me interesa, yo no quería irme.
Él dijo que dejar la casa sería lo mejor, pero no entiendo cómo abandonarlo a su suerte puede ser considerado algo siquiera aceptable. Antes de darme cuenta, mis mejillas se bañan en lágrimas cargadas de toda la angustia que he ocultado desde que subí al tren hace ya varios días.
Soy consciente que la situación se nos ha salido de control. Mi tutor ha pasado las últimas cinco noches sin pegar un ojo debido a que debía protegerme de los monstruos que continuamente se veían atraídos por mi aura.
Cuando me dejó en la estación, me entregó una pequeña caja repleta de píldoras blancas; me hizo ingerir una y me anunció que hasta que estuviera a salvo debería tomar una cada doce horas. Cierro mis dedos alrededor de ella en el bolsillo derecho de mi capa. «Pronto tendré que tomar la otra».
Will mencionó que aquella pastilla ocultaría mi aura por completo de todos, pero que debería tener cuidado, puesto que algunos miembros de la Dimensión de las Sombras tenían habilidades para detectarla al tocar a una persona o algún objeto que ellas hayan tocado recientemente.
Me contó, a su vez, que muchas de estas personas, conocidas como angivers, se hacen pasar por oficiales de tren para atrapar a fugitivos mágicos, como yo, y que mi aura me delataría en un parpadeo.
Las auras son importantes, otorgan información sobre los mágicos, en especial sobre los yūgen. Es capaz de revelar elemento qué clase de don predomina en ellos y qué tan poderosos son.
En mi caso, es solo una tenue luz rojiza que denota un poder, aun jamás presenciado, sobre el fuego. Incluso hoy soy incapaz de comprender por qué esas criaturas me codician tanto.
Es frágil y pequeña. En comparación con la de Will, que refulge hasta el techo, la mía es algo por completo insignificante y sin ningún valor. Pero, en fin, al parecer con mi nombre es más que suficiente para creer que valgo la pena. «Uno de los diez. ¡Ja!, que disgusto se llevaran al descubrir que el maldito oráculo se ha equivocado y que han malgastado esfuerzos en devorar a una yūgen sin magia»
Suspiro cansinamente y me doy la vuelta para observar en dónde me encuentro, ya que al haberme quedado dormida perdí la cuenta de las estaciones. Aún adormilada, me restriego los ojos para ver mejor.
Fuera, las espaciosas calles de cemento se mueven en todas las direcciones posibles. Pequeñísimas casas blancas, con ventanas adornadas con madera y flores tienen letreros de arcilla con títulos tales como "flores", "pan", "herrería", ninguno de ellos hace mención del sitio en el que estoy.
Hay recintos copados por césped cortado a la perfección, donde descansan banquetas de madera dispuestas inteligentemente bajo las farolas que se disponen también cada pocos metros una de otra.
Paseo mis ojos por todos lados con la esperanza de encontrar algo con que relacionar lo que Will me dijo sobre los lugares en donde el tren se detendría, pero no consigo darme cuenta.
—Hovestad.
Brinco de mi asiento cuando una voz a mi espalda me sorprende. Me volteo para encarar al intruso y me relajo cuando noto que se trata de una mujer de rasgos amables: su cara redondeada me recuerda a una galleta; sus ojos de chocolate están adornados con dos siluetas oscuras que hablan mucho sobre su agotamiento.
Amarrado a su pecho, en una forma cálida y segura, carga con una pequeña bola rosa y sin pelo, mientras otros dos pequeños castaños de hoyuelos adorables jalan de las manos de su madre para instarla a escoger un asiento rápido.
Me dedica una sonrisa y me aclara que estamos en la ciudad capital de Hovestad, la última antes de cruzar al reino de Boreas. No puedo creer que haya dormido tanto, fueron al menos cuatro ciudades.
Will me dejó en la estación del pueblo cercano a casa, Dutsen, y la última en la que recuerdo haber visto es Fuar, si no me equivoco, he dormido por al menos tres paradas.
Hago ademan de sacar el mapa de debajo de mi abrigo, pero soy nuevamente interrumpida por la mujer, que me pregunta si me encuentro bien, tras mi asentimiento, mira a su alrededor y, con gesto preocupado, inquiere si estoy viajando sola.
La observo fijamente antes de responder. Ninguno de los cuatro tiene un aura. En primera instancia diría que pueden ser humanos, pero tampoco yo la tengo ahora mismo y no lo soy. Sin ningún problema pueden ocultar su magia tal y como yo lo hice.
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Editado: 24.09.2020