Cap. 5 rev. 1
Los gritos del patio se sentían más fuertes. Entre los gritos se resaltaba la voz rabiosa del gordo panadero.
— ¡Esta bruja tiene que morir! — Gritaba el hombre, — No podemos permitir que esté en nuestro pueblo. Todos corremos riesgo.
La gente parecía estar enloquecida.
Elizabeth estaba observando por la ventana a escondidas.
El alcalde salió al patio y se puso en frente de la gente.
Cuando el hombre habló, su vos sonó como un trueno.
— Ciudadanos de Beltrama. Todos ustedes saben que mi hijo fue hechizado y ahora necesito ésta bruja para desatar el hechizo. No la estoy protegiendo. Eso es todo. Una vez que el niño esté sano, les voy a entregar a ésta mujer. La vamos a juzgar y la vamos a ejecutar. Ustedes me conocen a mí. Yo siempre apoyo a mi pueblo. Nunca voy a estar a favor de una bruja.
Todos estaban escuchando atentos. La autoridad del alcalde Todd era inmovible.
El gordo panadero hizo un paso adelante, empujado por su esposa.
— ¿Cuánto tiempo necesita usted, señor alcalde para que su hijo se repone? — Preguntó el gordo panadero, — tenemos miedo que la bruja nos haga daño antes que la podemos matar.
El alcalde suspiró, se quedó pensando. Era difícil de poner un plazo razonable. No sabía cuánto tiempo los aldeanos van a aguantar.
Elizabeth no podía respirar de los nervios. Ahora la respuesta del alcalde le podría indicar el tiempo de vida que le queda y el tiempo que ella tenía para salvarse.
El alcalde Todd tosió ganado unos segundos más.
— Mi hijo está mejor, — al fin dijo el hombre. — Supongo que en una semana terminaremos con éste asunto.
Elizabeth se estremeció.
"Una semana, nada más", — pensó ella.
— Señor alcalde, — dijo el panadero, — ¿usted no tiene miedo de albergar a la bruja en su casa. A ver si le hace daño a su familia?
— Yo no tengo miedo a nada, — dijo el alcalde con la voz de metal, — y les pido de estar tranquilos ya que estoy a cargo de protección de la aldea.
En este momento desde la muchedumbre salió el joven sacerdote e hizo un paso adelante.
Elizabeth no se acordaba su nombre ya que nunca iba a la iglesia. El joven se puso entre el alcalde y los aldeanos. Miró a la gente.
— Hijos míos, permítanme una palabra. Yo entiendo la desesperación de ustedes, pero también considero que tenemos que confiar en Dios, nuestro padre. Nuestra fe en el Creador tiene que ser inamovible. En cada momento tenemos que rezar, para pedir piedad y protección de Dios para nosotros y para nuestra aldea. Y además tenemos que pedir piedad de Dios para nuestros enemigos…
— ¿De qué nos está hablando, padre Rasmus? — dijo el panadero enojado, —Ésta bruja nos quiere matar a todos.
El sacerdote Rasmus lo miró al hombre, tratando de mantener la calma para poder contestar tranquilo.
“¿Qué está haciendo el sacerdote?” — Pensó Elizabeth, — “¿Me está defendiendo a mí? ¿Por qué será?”
— Hijo mío, — dijo Rasmus al panadero, — ¿Y si ésta mujer no es una bruja y es una criatura de Dios? ¿Qué pruebas hay para condenarla? En tal caso que la Santa Inquisición se encarga de juzgarla en nombre de Dios. Si es una bruja Dios la va a castigar, pero quiénes somos nosotros para imponernos en el camino de Él.
— Estamos tratando de proteger a nosotros y a nuestras familias, — dijo el gordo panadero, con cara roja de rabia.
— Sin embargo, — dijo el sacerdote con la voz tranquila, — tenemos que rezar por nosotros mismos, así Dios va a tomar su decisión sobre la vida de ella.
— No le parece muy sospechoso su sentimiento, padre, — dijo el panadero, — no está tentado con esta mujer.
El sacerdote puso la cara enojada.
— Yo soy el siervo de Dios y de nuestra iglesia, soy siervo de todos ustedes, soy una herramienta de Dios para protegerlos en mis oraciones.
La gente no sabía que contestar frente de ésta declaración tan firme del sacerdote.
Elizabeth empezó a llorar. Ella está tratando de ayudar a esta gente y esta gente antemano le está preparando para una muerte cruel.
La mujer tenía ganas de largar todo y escapar de acá, dejar al niño y dejar a todos los problemas de ésta familia y de toda esta aldea de ésta gente desagradecida.
Afuera otra vez se escucharon los gritos.
— ¿Qué le parece tres días? — gritó el gordo panadero al alcalde, — ¿le alcanzará éste tiempo para tomar la decisión?
Alcalde se dio vuelta y miró a la entrada de la casa.
— Abigail, — gritó el hombre llamando a su mujer.
En un rato de la casa salió la esposa. Corriendo se acercó a su marido y lo saludó con una reverencia. La cara de la mujer estaba iluminada por una sonrisa.
— ¿Usted me llamó, mi señor?
— Abigail. Cuéntame delante de todos, ¿Cómo está nuestro hijo?
— Mucho mejor, mi señor. Recién abrió los ojos y me llamó.
— ¿Entonces se va sanando?
— Sí, mi señor. Gracias a nuestro Dios Salvador.
El alcalde apartó la mirada de la mujer y se quedó pensando.
— Escúchenme, ciudadanos de Beltrama. En tres días vamos a hacer juicio a la bruja. Les doy mi palabra de alcalde.
La gente empezó a zumbar de alegría. Dado por finalizada la reunión, todos empezaron a salir del patio de la casa por el enorme portón.
El último de todos salió el sacerdote Rasmus. El hombre estaba pensativo, mirando al piso. En cada pasó se notaba una enorme tristeza.
Elizabeth secó las lágrimas y se puso a pensar.
Entonces en tan solo tres días ella tiene que escapar de ésta mansión.
Se le ocurrió otra idea como tratar de ganar más tiempo, y ahora solo tenía que actuar.
La puerta de la cocina se abrió bruscamente.
Elizabeth se estremeció y se dio vuelta.
En la puerta estaba Grange. Parecía estar muy preocupado, los cachetes del joven estaban ardiendo en rojo “vivo” de los nervios.
— ¡Señorita Elizabeth! — empezó hablar con la voz ronca, — ¡Yo recién me enteré que el alcalde la va a entregar a la inquisición en tres días!
El hombre hizo un paso adelante y la agarró de la mano.
— Yo lo sé, — dijo Elizabeth en voz baja, — créeme que estoy muy asustada.
El joven se arrodillo delante de ella.
— Señorita Elizabeth, si hay algo que yo puedo hacer por usted, solo dígame. ¿Cómo la puedo salvar? Podemos planear un escape de acá.
Elizabeth le dio un beso en la mano. Se sentía muy emocionada.
— Le agradezco todo lo que usted está dispuesto hacer por mí. No sé a qué se debe su fidelidad hacia mí.
El hombre se levantó. La agarró de las manos y le miró a lo profundo de los ojos.
— ¡Es porque la amo! ¡La amo más que mi vida! — las palabras le salían en voz baja pero con tanta sinceridad, que Elizabeth sentía que le retumban latidos del corazón rebotando el sonido de cada palabra de amor.
El hombre hizo un paso atrás y se arrodillo de nuevo agachando la cabeza.
— Estoy por completo a sus órdenes, — dijo con el sentimiento, — desde este momento mi vida pertenece a Usted.
Elizabeth se acercó al hombre, se arrodillo delante de él y lo abrazó.
— Créeme que no merezco lo que Usted me ofrece, - dijo ella. – soy una simple mujer de esta aldea. Muy solitaria y ermitaña.
— Pero yo la amo. Y no busco algún razonamiento de mi amor. Solo le puedo decir que si algo le pasará a usted, yo no voy a poder vivir en este mundo.
Elizabeth no sabía que contestar. Solo apoyó la cabeza en el hombro de Grange y se largó a llorar.
En sus pensamientos ella veía su vida hasta este momento, los hombres que le declaraban amor, los cambios que ella podría tener si aceptaría casarse. Y en un momento la vida de una mujer casada no le pareció tan mala. De repente Elizabeth tenía ganas de tener una casa llena de niños. Preparar la cena y esperar a su marido por la tarde. Tener, lo que tiene la mayoría de la gente. Tener esta tranquilidad, paz, alegría de una familia. Elizabeth solo quería vivir. Olvidar de los peligros en los cuales estaba metida ahora. Y no pensar, que le quedan tres días de vida.
Juntando las últimas fuerzas que le quedaban, Elizabeth se levantó. Secó las lágrimas y miró a Grange.
— Le quero pedir un favor. Tengo algo en la mente, que me podría dar un poco más de tiempo.
— Todo lo que usted me pida, será cumplido, — dijo el hombre.
— Necesito que me traiga una hierba del mercado. Su nombre es Acviis Penelopesis.
El hombre asintió con la cabeza, puso su mano en la espada y salió de la cocina.
Editado: 12.11.2019