El señor y la señora Banner, quienes habían sido nombrados así por su creador, estaban ubicados en una de las muchas celdas de la Kertrena para prisioneros peligrosos. Aunque la sonrisa tonta que ambos tenían en los labios y la ropa hogareña del siglo veinte terrestre les daba un aire de inocencia, se había probado que tenían un nivel avanzado de conocimiento en artes marciales, manipulación de armas, además de unos dientes bastante filosos (muy a pesar de algunos oficiales de seguridad que por subestimarlos casi pierden algunos dedos.)
Tenían las manos y piernas atadas con seguros metálicos conectados a la pared de la celda. De vez en cuando se ponían a gritar cambiando la sonrisa por un gesto de enfado cada vez que los técnicos de robótica se acercaban para estudiarlos. Se había probado que precisamente la niña humana había estado viajando con ellos antes de que la lanzadera donde la habían encontrado se separara de la nave de los Banner, pero no sabían si la niña había estado huyendo de los robots o simplemente quería ponerse a salvo por los desperfectos de la nave. Había varios equipos de investigación trabajando en las bases de datos de los padres robóticos para averiguarlo aunque todos estaban de acuerdo en que esos droides en particular no podían ser buenos padres.
Ana había pasado los últimos trescientos años en una cápsula de suspensión que mantenía su cuerpo prácticamente en las mismas condiciones en que se encontraba cuando se metió en ella. Para ella no existía el tiempo, no soñaba ni tenía pensamientos. Era ajena a todo, hasta a la oscuridad que producían sus propios párpados sobre los ojos. Por eso cuando despertó fue como si nunca se hubiera dormido, y el peligro que la hizo huir y explotar la nave de sus padres robóticos con ellos dentro todavía estaba en su subconsciente aunque no recordara nada de sus últimos días, incluyendo el momento en el que se metió en la cápsula. Se sintió bastante desubicada al mirar alrededor y darse cuenta de que estaba en una sala completamente blanca, llena de camillas. Ella misma estaba acostada en una. Tenía un tubo fino conectado a su brazo, atravesándole la conexión para suero que llevaba su traje. Contenía una sustancia azul en apariencia viscosa. Había una pantalla con un esquema de ella y los gráficos de sus signos vitales. Escuchó una voz de mujer dirigiéndose a la tripulación, al parecer habían muchas personas viviendo en la nave que se llamaba “Kertrena”. No veía a Pixie por ninguna parte y su reloj de invenciones tampoco estaba. Levantó una mano para quitarse el cable del suero pero escuchó una puerta que se abría. No estaba en condiciones de luchar en ese momento y no sabía cuántos hostiles se dirigían hacia ella. Relajó sus pulsaciones a un nivel más bajo y fingió estar dormida.
–Qué rarísimo, debería estar despiertísima ya –dijo alguien entre croares desde una posición muy baja.
–Habla igual que los Gorns de mi libro de fantasía –pensó Ana
–Ha pasado así cientos de años –replicó otro con tono grave y voz terrosa.
–De todísimos los modosimos, Tarrant, ya deberíag estagr despiertísima.
El que era más alto resopló. –Lo que sí es raro es que tenga en la ropa adaptadores para suero y monitores de signos vitales, ni siquiera tuve que quitarle el traje. Es como si hubiese estado enferma, o expuesta a experimentación.
–Rarísimo, rarísimo. Lo sabremos cuando lleguen los resultados de las muestrags de ADN.
–Tenemos que repetir el escaneo, algo salió mal.
–Sí. Malísimo, malísimo. Dice que su disposición de órganos no es pertenencia de ningunísima especie existente –se rió o más bien croó–. Pero primero almuerzo.
–No tienes remedio.
Ambos se marcharon.
Ana medio abrió un ojo y se aseguró de que ya no estuvieran en la sala. Se quitó el suero y oprimió el símbolo de apagar en la pantalla holográfica antes de retirarse los ventosas cardiomonitoras.
Se levantó. Estaba mareada pero no podía esperar más. Tenía que averiguar dónde estaba y que querían con ella. Dio unos pasos con los pies descalzos sintiendo que su cuerpo no le pertenecía pero el malestar se fue rápido. La puerta metálica de la entrada se abrió sola sin necesidad de clave. Eso quería decir que no era una prisionera… o que la subestimaban demasiado. Delante de ella había una hilera de ventanas por donde podía ver el espacio exterior. Un pasillo se extendía a ambos lados. Decidió ir hacia la derecha, trató de abrir algunas puertas que se encontraba por el camino pero todas estaban bloqueadas. Al final del pasillo se encontró con lo que parecía ser un ascensor. Oyó el pitido de la puerta, no había donde ocultarse. Sintió el cosquilleo familiar de sus dedos mientras dirigía a ellos la corriente que había acumulado.
Tarrant Grim era uno de los médicos a bordo de la Kertrena. Se le había asignado la misión de cuidar de la niña humana y tratarla para que despertara del largo período de suspensión. Perteneciente a la raza Sinouri, Tarrant era completamente rojo y dos cuernos blancos y brillantes le sobresalían de las sienes, tenía la mandíbula afilada y los ojos eran del mismo color de su piel. Cualquiera que no estuviese acostumbrado a lidiar con todo tipo de razas diría que el señor Grim tenía un aspecto bastante inquietante, ese no era el caso de los tripulantes de esa nave. Al menos, no de los que habían pasado los últimos cuatro años en ella.
El ascensor se abrió y dejó ver en su interior un demonio de al menos dos metros de alto. Un grito salió de la garganta de la niña que retrocedió dos pasos antes de poder darse cuenta de lo que estaba haciendo. Enseguida se reprendió a si misma –“No llores, no rías, no demuestres tu dolor, no demuestres tu miedo”–. Casi oyó las palabras de sus padres.
Por alguna razón el demonio le sonrió amablemente y avanzó hacia ella. Ana corrió hacia él preparada para hacer el Du–detro, una técnica que consistía en tocar al oponente en uno de los sentidos mientras se le dirigía una pequeña corriente eléctrica. La habilidad venía de su parte Quirasiana. –Quirasiana –pensó. Mientras hizo que el “demonio” se derrumbara, teniendo que dar un salto para alcanzarlo, recordó algunas cosas que había olvidado: El día que sus padres le mostraron que todas las criaturas e historias de los libros que le habían dado a leer eran reales, que no eran seres fantásticos sino especies de otros planetas y que ella era un híbrido formado por varias. Lo que le pareció un Gorn cuando estaba en la camilla de seguro era un Gorn, y la criatura que ahora estaba en el suelo no era un demonio, era un Sinouri. Registró la bata blanca de la gigantesca criatura y allí estaba la redonda insignia de la Unión Intergaláctica de Planetas.