caminó por las calles de la ciudad mientras los últimos sonidos del día se apagaban lentamente. Los músicos recogían sus instrumentos, los vendedores apagaban sus faroles y guardaban las sobras. Todo volvía al silencio... al mismo de siempre.
Llegó a su hogar empujando la puerta con cuidado. El sonido de la madera fue lo único que la recibió. No había olores de comida ni voces preguntando cómo le fue. Caminó en silencio por la casa y se asomó a la habitación de su madre. La encontró allí, acostada sin siquiera una sábana encima. La respiración de su pecho era tranquila, casi imperceptible.
Kil se acercó despacio, con ternura. Buscó una manta doblada al pie de la cama y la arropó con cuidado. Se inclinó un poco y le dejó un beso en la frente, suave como una pluma.
-Descansa, mamá -susurró, como si temiera romper el momento.
Sabía que su madre a veces trabajaba más de la cuenta. Lo hacía en silencio, con ese tipo de fuerza que no se ve... pero que sostiene una casa entera.
Kil salió de la habitación sin encender más luces, solo apagó lo poco que quedaba de fuego en la chimenea. El resplandor naranja se apagó con un suspiro, como si también se estuviera rindiendo al sueño.
Subió a su habitación, se quitó todo lo que traía puesto y se puso ropa cómoda, de esa que no exige ni presume. Se sentó en la cama primero, sin prisa. Luego se acostó.
Desde su ventana, la luna ya estaba saliendo Silenciosa. Ya casi tocando su punto más alto.
Kil se quedó mirándola, con los ojos abiertos y el pensamiento haciendo ruido. Tenía sueño... y a la vez no. Porque algo.
Pero lo intentó.
Kil cerró los ojos, buscando en la oscuridad el descanso que se merecía. Su cuerpo estaba agotado, pero su mente seguía trabajando, saltando entre recuerdos y emociones: las miradas del rey Alejandro, las palabras no dichas, los secretos que parecían rodearla desde que llegó a esa fiesta.
Iba a quedarse dormida, al fin.
Hasta que una voz rompió el silencio:
-Kil...
Abrió los ojos de inmediato, el corazón se le aceleró. Se incorporó lentamente, mirando a su alrededor. Su habitación seguía en penumbra, tranquila. No había nadie.
-Kil... -volvió a escucharse, más suave... pero más clara.
Esa voz... Era dulce, como si el viento mismo estuviera hablándole. No había amenaza en ella. Más bien, parecía un llamado. Un susurro de algo muy, muy lejano...
Kil se sentó en la cama, apretando con fuerza su sábana. Intentaba entender lo que acababa de pasar. Hasta que escuchó, en un murmullo apenas audible:
-Ve al claro del sauce...
Sintió cómo se le erizaba la piel. Conocía ese nombre. El claro del sauce estaba más allá de la ciudad, en los límites del bosque. Su madre alguna vez le mencionó aquel sitio como un lugar "que no era para cualquiera". Un lugar antiguo, olvidado por la mayoría... pero donde pasaban cosas.
Kil sintió que no podía ignorarlo. Se levantó en silencio, arrastrando la sábana consigo, como si eso pudiera protegerla. Salió de su habitación, caminando despacio, y fue directo a la de su madre.
La encontró dormida profundamente, igual que antes. Kil se acercó sin hacer ruido, se metió en la cama con ella y cerró los ojos, abrazándola por la espalda.
Necesitaba sentirse segura, ¿Por qué quien no le da miedo que te hablen en medio de la noche sabiendo uno que nadie está despierto?.
A la mañana siguiente, Kil despertó sola en la cama de su madre. Parpadeó un par de veces, sintiendo el vacío a su lado y la luz del sol filtrándose débil por la ventana. Se levantó y caminó con paso lento hasta la cocina.
-¡Hola, hija! -saludó su madre con una sonrisa divertida al verla aparecer-. ¿Cómo dormiste? Dormiste conmigo, Algo que es raro.
Kil rió suavemente mientras se dejaba caer en una silla.
-Digamos que no quería dormir sola -respondió con honestidad, aunque sin explicar más.
Su madre asintió con la cabeza, sin presionarla. Le sirvió el desayuno con la naturalidad de siempre y le pasó el plato.
-¿Y cómo te fue en la fiesta de tu amiga? -preguntó mientras revisaba unas pociones guardadas en una caja vieja.
Kil cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera bloquear las imágenes que aún le daban vueltas en la cabeza: la fiesta, el antifaz, el rey Alejandro, Esteban, y más bien todo.
-Bien, madre... supongo -respondió, empezando a comer.
Su madre la observó en silencio por un momento, y luego dijo con tranquilidad:
-Bueno, hija. La casa será tuya hoy. Debo ir al centro a vender algunas cosas.
Kil alzó la vista mientras masticaba.
-¿Dónde vas exactamente? -preguntó con curiosidad.
-A la plaza vieja. Hay buen movimiento hoy. Llevaré esto -respondió mientras se colocaba una capa negra y tomaba varias bolsas-. Dejé té preparado y algunas monedas en la mesa. Volveré al mediodía, si no llueve.
-Está bien, madre -asintió Kil.
Tras verla marcharse, Kil terminó de comer y se preparó como de costumbre. Tomó las monedas que su madre le dejó y salió también. El sol ya subía por el cielo, dándole un tono dorado a los techos de piedra. A lo lejos, como parte del corazón de la ciudad, se alzaba la pequeña biblioteca histórica, construida por los primeros fundadores del lugar. Siempre le había parecido un sitio mágico.
Iba a entrar cuando, de pronto, una mano se interpuso en su camino.
-¡Alto allí, Kil! -dijo una voz demasiado familiar.
Kil rodó los ojos con fuerza, ya sabiendo quién era.
-Miguel, ¿qué quieres ahora? -preguntó, cruzándose de brazos.
Él sonrió con descaro, apoyado en el marco de la entrada. Su uniforme estaba un poco arrugado, pero parecía sentirse todo un guardián del ley.
-Sabes las reglas -dijo señalando un cartel viejo y casi ilegible que decía:
"Vestimenta propia y adecuada para el ingreso."
Kil lo miró sin siquiera parpadear.
-¿Y tú crees que no estoy bien vestida?