Una Luna Creciente

CAPÍTULO 29

Ira… destino… destrucción…
La guerra había comenzado, y con ella, miles de inocentes caerían. Todo por una simple chica, la única capaz de romper un hechizo que nunca debió existir. Para algunos, matarla significaba ser libres; para otros, significaba perderlo todo.

Él, de pie frente a su palacio ennegrecido por la tormenta, respiraba con dificultad. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de rabia. No quería ser así. No había nacido para ser el monstruo en el que se estaba convirtiendo. Pero cada vez que cerraba los ojos, los recuerdos lo quemaban.

Y volvió atrás…
Al invierno.
A los días en que era solo un niño.

El aire estaba helado, pero no le importaba. Corría feliz sobre la nieve, su risa se mezclaba con los ladridos suaves de su conejo, una criatura rara que lo seguía a todas partes. Con palitos de árbol había construido un avión pequeño, y cuando lo lanzó al viento, este planeó varios metros. Sus padres lo miraban desde lejos, orgullosos.

—¡Marta, míralo! —rió Lukas, su padre—. Te dije que este niño traía manos de inventor.
—Y de guerrero —añadió su madre con ternura—. Un día, hijo, volarás más alto que cualquiera, pero también aprenderás a proteger lo que amas.

El niño asintió, con esa inocencia que aún no conocía el peso del mundo.

Después sus padres le dijeron que esperara un rato pues había alquien muy importante que quería hablar con ellos y lo dejaron solo.

Entonces..Un grito.
La voz de su madre.
—¡Ayuda!

El corazón se le detuvo. Se giró y vio humo a lo lejos. Su casa.
—¿Mami? —susurró, y sin pensarlo corrió con todas sus fuerzas, abrazando a su conejo contra el pecho.

Cuando llegó, se quedó paralizado.
Las llamas devoraban las paredes. El techo crujía, a punto de ceder. Y allí, en medio del fuego, la reina y sus soldados reían. Uno de ellos sostenía una antorcha encendida.

—¡NOOOO! —chilló el niño, intentando correr hacia ellos.

Pero una mujer mayor lo sujetó por detrás, con desesperación.
—¡No! ¡No vayas! ¡Te van a matar!

—¡Suélteme! ¡Es mi mamá! ¡Es mi papá! —gritaba, llorando, arañando el aire, incapaz de liberarse.

Las llamas subieron al cielo. Y luego… silencio. Solo humo y cenizas.
Horas después, cuando todo quedó reducido a escombros, el niño se soltó y cayó de rodillas frente a lo que antes era su hogar. Allí, entre restos carbonizados, vio lo impensable: dos cuerpos abrazados, reducidos a ceniza. Su madre y su padre, juntos hasta el final.

El niño temblaba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¿Por qué…? —susurró con voz rota, mirando al cielo, justo cuando comenzó a llover.

Entonces, alguien se acercó por detrás. Un hombre del pueblo, viejo y cansado.
—Niño… lo lamento. La reina creyó que tu padre… coqueteaba con su hija. Dijo que la había tocado… y por eso vino con fuego y espada.

El niño levantó la cabeza bruscamente, con los ojos rojos de tanto llorar.
—¡Mentira! —rugió con la voz quebrada—. ¡Mi padre nunca haría eso! ¡Jamás!

El hombre bajó la cabeza, apretando los labios.
—Lo sé… todos lo sabemos. Pero ya nada se puede hacer. Y la hija de la reina… ella es una omega y los Alfas hacen cualquier cosa..

El niño apretó los puños, temblando de rabia.
—¡No me importa! ¡Los odio! ¡Odio a los omegas! —gritó con todo el aire que le quedaba en el pecho—. ¡Los odioooo!

El trueno rugió en el cielo, como si acompañara su grito.
Ese día, a los siete años, el niño que una vez soñaba con inventar y volar se quebró.
Ese día nació el odio que lo perseguiría toda su vida.

Pasaron los años… y aquel niño roto por el fuego creció.
Ya no era el mismo. La sonrisa que alguna vez iluminó su rostro se había apagado, reemplazada por una mirada dura, fría. Vivía con unos amigos de sus padres, buena gente que intentaba hacerlo sentir en casa, pero él siempre estaba distante, amargado.

No era fácil ser adolescente y cargar con tanto dolor. Había algo peculiar en él: una rabia contenida que se desataba en la forma más sencilla, con un simple gesto de rechazo, sobre todo hacia los omegas. No soportaba que lo tocaran. Ni siquiera que le hablaran demasiado cerca.

Una tarde, en la plaza del pueblo, una muchacha omega se le acercó sonriendo. Era una de esas chicas que se creían el centro de atención, siempre rodeada de admiradores. Ella se inclinó hacia él con aire coqueto.

—Anda, Estaban, solo es un abrazo —dijo con voz melosa, abriendo los brazos hacia él.

Él la detuvo con un gesto brusco, frunciendo el ceño.
—No, Chis. No quiero que me abraces. Me das asco, ¿sabes? Mejor ponte hacer tus deberes de mujer.

El aire se congeló entre los dos. Ella abrió la boca, ofendida, los ojos brillando de sorpresa.
—¿¡Yo!? ¿¡Asco!? ¡Si yo soy la más linda del pueblo!

Él arqueó una ceja, mirándola de arriba abajo con descaro.
—¿La más linda? No me hagas reír.

Ella apretó los puños, molesta.
—Todos lo dicen. Hasta los hijos de los guardias me buscan.

Él sonrió de lado, con un gesto casi cruel, y desvió la mirada hacia el castillo que se levantaba a lo lejos, símbolo de todo lo que odiaba.
—Pues yo no. Y créeme, si algún día estoy con alguien… será porque de verdad me enamoro. Y tú, linda, no enamoras nada.

La chica se quedó muda, sintiendo que cada palabra había sido un cuchillo. Se dio la vuelta indignada, y sus amigas que la habían visto desde lejos empezaron a murmurar entre risas y comentarios venenosos.

Estaban, en lugar de sentir remordimiento, se sintió satisfecho.
Mientras todos la veían como un diamante, para él no era más que otra máscara, otra omega con sonrisas falsas.

Se quedó mirando el castillo con los dientes apretados.
—Un día… —murmuró para sí mismo, con esa furia contenida— un día ese lugar se caerá. Y lo haré con mis propias manos.

El viento sopló fuerte, como si el destino mismo le respondiera.



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En el texto hay: omegaverse, alfas, omega

Editado: 11.09.2025

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