Una luz difícil de encontrar

6. El segundo aire más puro del mundo

Alodie

—¿Puedes creer que una vez nosotros usamos cosas de este tamaño? —Estiro la cintura elástica de un par de jeans diminutos.

Marine tiene buen gusto. Jones será un bebé con estilo. No es como si Carly no lo hubiera sido, el problema fue que no era de su agrado ir vestida. Se las arreglaba para quitarse la ropa y quedar en pañal. Solíamos decir que sería una gran stripper, a lo que Fabricio se tapaba las orejas y salía de la habitación susurrando todos los nombres de los icebergs que conocía en orden alfabético como el científico dedicado y padre horrorizado que es.

—Lo que no podrás creer es el tamaño de las cosas actuales que antes entraban ahí.

Enarco una ceja hacia su entrepierna.

—Lo dudo mucho. Habría que comprobarlo. —Se encoge de hombros como si no fuera un problema y hace el ademán de abrirse la bragueta—. ¡No en el cuarto de mi sobrino! —Le tiro los mini jeans al pecho.

Estamos sentados en el piso rodeados por ropa de bebé para doblarla y guardarla en los muebles recién colocados. Estoy segura de que a Gareth le salió una hernia por el esfuerzo, porque a pesar de que traté de ayudarlo mi masa muscular no cooperó mucho. Tendría que hacer más pesas y menos cardio.

—Coincido, en el corredor hay mejor luz para que veas los detalles.

—Para ver detalles tienes que ver algo primero.

Sus labios forman una letra O achatada, fingiendo ofensa. Me hace reír.

—¿Por qué no vas a preparar el café que prometiste mientras termino con esto? —sugiere al tomar un adorable overol de granjerito. Voy a morder a Jones cuando se lo pongan—. Me lo merezco con espuma extra por el maravilloso trabajo que hice con la cuna.

A pesar de que sus manos son más grandes que la prenda que dobla, sus dedos son ágiles, no torpes. Lo hace con precisión. Crea ángulos que estudié en la preparatoria, pero cuyos nombres —al igual que los de mis no tan agradables compañeros— ya olvidé.

—¿Sigues pensando en la propuesta del corredor? Porque no te veo preparando el café —insiste sin quitar los ojos del trabajo, al tiempo que The man de Taylor Swift anuncia que una persona quiere hablar conmigo.

Carly eligió el ringtone.

—Sigue quejándote y te quedarás desempleado en tiempo récord. —Tomo el móvil del aparador y salgo al pasillo.

La pantalla muestra un número desconocido con la característica de Canadá. Lo acepto al bajar las escaleras. Solo estuve una vez en Canadá y no recuerdo haber rellenado ningún cupón para algún sorteo, haberme enrollado con alguien o haber hecho algo parcialmente ilegal.

—Hola, aquí Alodie. En mi defensa no he pisado territorio canadiense en un año.

—Me apena oírlo —se lamenta una voz masculina—, ¿sabías que es el segundo país con el aire más puro del mundo? A tus pulmones les vendría bien una visita.

—¿Consiguió mi número por fuentes desconocidas solo para darme su recomendación médica, doctor Chomsky? —Piso sin querer un par de soldaditos de juguete en el último escalón. Fue un honor que sirvieran a la nación de Carlylandia los últimos tres meses—. Qué trato más atento el suyo.

—Tu sobrina me lo dio a cambio de un pudín de chocolate de la cafetería.

Sostengo el teléfono entre el hombro y la oreja mientras relleno la pava con agua. A través de la ventana, sobre el grifo, el Capitán Isvaldo da vueltas sobre sí mismo en el intento de alcanzar su cola. Es un buen perro, Marine lo rescató de la calle hace años. Lo único malo es que posee una ligera tendencia a hurgar bajo las faldas de las señoras. Ni mi hermana ni yo usamos vestido desde que el Capitán se adueñó de este barco.

—¿Sobornas niños entre cirugía y cirugía? —Prendo la hornalla.

—Fue un trueque hecho frente a dos testigos, tu hermana y la nana. —Oigo la sonrisa en su voz y me muerdo el labio inferior para que no se me note a mí también—. Soy un negociante muy diplomático.

—Y canadiense, aunque no se note el acento.

—Y canadiense, aunque no se note el acento —acepta.

Nos quedamos en silencio unos segundos. El labio se me zafa de entre los dientes y él resopla al otro lado, avergonzado. Puedo imaginarlo rascándose la nuca o con un leve sonrojo en las mejillas, enfundado en su bata dentro de la sala de descanso del personal del hospital. Encantador.

Recibirá un mordisco de mi parte muy distinto al que le daré a Jones.

—¿Me invitarás a salir o te debo invitar yo? —Voy por dos tazas y maniobro con ellas y el tarro de café hasta la mesada.

—Invítame tú. Eres la que quiere una fechundación después de todo.

—¡Como si tú no la quisieras también! —espeto enardecida y ríe—. ¿Tienes perro?

—¿Sí? —pregunta desconcertado ante el cambio de tema.

—Genial. También tengo uno. ¿Te parece si el domingo los sacamos a pasear? Me dijeron que el parque a tres cuadras del hospital tiene unas manzanas acarameladas para morirse. Quiero verificar la teoría, así que sería precavido de mi parte llevar a alguien que pueda resucitarme en caso de una emergencia.

—Te veo a las cinco —acepta al tiempo que dejo caer una cuchara en cada taza.

—No te olvides del perro.

Bufa como un adolescente cuya madre repitió por tercera vez que se abrigue.

—¿Sabías que no encuentro término médico para describirte? Eso jamás me había ocurrido.

—Nunca me topé con nadie que tuviera la necesidad de describir a sus citas con términos médicos, pero busca el mío cerca de fechundar. Debe estar ahí.

Al colgar sostengo el aparato contra mi mentón, bajo una sonrisa ilusionada. Nunca pensé que Capitán Isvaldo me ayudaría a ligar con alguien. Entre el bebé y el perro puede que mi vida sexual se incremente como las ganancias de un inversor con buen ojo.

—¿Por qué tan sonriente, jefecita?

—No tienes permitido llamarme así —advierto al verlo recargado en el marco, de brazos cruzados—. Y estoy feliz porque tengo una cita con el doctor.




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