Gareth
Mi madre me matará.
«A mí también me mató, literalmente hablando», pienso que diría mi padre con un habano entre los dientes.
Le contestaría que él se fue al infierno por causas naturales.
«Bueno, pero me podría haber matado. Después de todo, es tu madre», consideraría con una sonrisa sinvergüenza.
A que ganas no le faltaban...
Estaciono al otro lado de la calle y me tomo mi tiempo para quitarme el casco. A veces hago las cosas a la velocidad de un caracol como si retrasarlas fuera a hacerlas menos desastrosas, cuando lo único que logro con el tiempo extra es ponerme ansioso de antemano. Bajo de la moto y abro el compartimiento para olvidar por un segundo cuánto me detesta la vida.
Es una caja transparente atada con un lazo celeste, de material biodegradable proporcionado por el tipo del Ártico. Dentro hay una vela aromática con forma de hipopótamo, un tarro cilíndrico con nueces, un separador hecho a mano con tela y los tres libros usados pedidos por la clienta, que resultan un triste chiste aplicable a mi vida:
Cien años de soledad. El título describe a la perfección mi presente y mi futuro después de que mi carrera se haya ido por el desagüe y mi novia con mi mánager.
Don Quijote de la Mancha. Don Gareth de la Mala Suerte.
El idiota. Ese habla por sí solo.
Mi madre siempre fue fanática de los clásicos. De niño no entendía cómo algo escrito hace décadas y décadas la pudiera hacer reír, llorar o enojar. Resulta que aunque el tiempo pase y la sociedad se transforme reemplazando lo viejo con lo nuevo, los sentimientos que toda la humanidad experimentó y experimenta no están dentro del control del cambio. Siempre se repiten.
Wow. Podría decirse que tengo algo en común con Shakespeare. Estoy seguro de que le tuvo miedo a su mamá alguna vez, como yo ahora.
Para: Tam
¿Ya se fue el dragón?
Miro con impaciencia la pantalla antes de deslizar los ojos a la casa. Es la que conozco de toda la vida. Cuando salté a la fama y el dinero empezó a llover tan fácilmente como las quejas quise comprarle a mi madre un bonito chalet con vista al mar, tan grande que jamás tendría que volver a guardar la ropa en contenedores debajo de la cama.
—No necesito que me compres espacio, hay mucho allá afuera. Solo quiero que almuerces conmigo una vez a la semana, no olvides el Día de la Madre y uses un porta-vasos —respondió.
Después de vivir tantos años en una caja de zapatos creí que le gustaría expandirse como el universo, pero lo que me resultaba pequeño a mí a ella le quedó demasiado grande una vez que mi padre murió y yo me fui.
De: Tam
No hay dragones en la costa. Me deshice de ellos por ti, princesa.
Exhalo aliviado, recojo la hamburguesa que compré de pasada y con la caja bajo el brazo voy hacia la puerta. Esta será la primera vez que pongo un pie en casa después de que el video salió a la luz. El dragón, que siempre vi como un guardián capaz de reducir a todos los potenciales peligros en cenizas por mí, se volvió en mi contra. A los dos días del escándalo quise entrar con mi llave, pero había cambiado la cerradura. Ni siquiera me abrió la puerta. No podía sostenerme la mirada, así que me habló a través de ella como si fuera un extraño que quería irrumpir en su hogar y hacer maldades.
—¿Tam-tam? —Golpeo la madera con los nudillos, ansioso.
—Ya era hora de que aparecieras, Glance.
Siento como si me inyectaran una dosis de calcio en los huesos al verla. Me siento fuerte, no como si pudiera devolverle el golpe a Orson y a sus esteroides, sino como si fuera capaz de resolver cualquier problema sin estresarme ni un poco en el proceso. Tam es una masajista profesional, te acaricia al mirarte con esos pequeños ojos cafés. La tensión corporal y mental se disipa tan rápido que ni recuerdas haberla sentido en primer lugar.
La estrecho entre mis brazos con fuerza, acariciando su cabello, más corto incluso que el mío. Por su estatura apenas me llega al pecho, por lo que tiene que echar la cabeza hacia atrás para verme. Sus manos forman un nudo en mi espalda que ni el dragón podría desatar o quemar.
—¿Cuánto me echaste de menos? —pregunta.
—¿Cuántos kilómetros hay de aquí al sol? —respondo, a lo que sonríe y me da unas palmaditas en el pecho.
Cuando éramos más pequeños y peleábamos mi madre solía ponerse de mi lado, pero mi padre no tomaba partido. Nos invitaba a disculparnos y, si ninguno dejaba de lado su orgullo, planteaba una situación: «Si uno de ustedes fuera absorbido por un agujero negro, si a Gareth lo atropellara una horda zombie de camellos hambrientos, si a Tam se la llevaran los alienígenas... ¿Qué tanto se echarían de menos?». Así iniciaba una competencia. Empezábamos a nombrar cosas que estuvieran lejos. «¡Yo te extrañaría de aquí a Plutón, del cielo a la fosa oceánica más profunda, de la Prehistoria a la Edad Contemporánea!».
Olvidarse del enojo era fácil de esa forma.
Se come la hamburguesa de tres mordiscos mientras subimos a su habitación y el fantasma de nuestro padre nos sonríe con picardía desde la decena de fotos que cubren el tramo de las escaleras. Como es usual, huele a lavandina y libros viejos aquí adentro, y el cuarto de Tam a menta por la planta que tiene junto a la cama. En lugar de masticar chicle mastica las hojas. A veces le digo que parece un koala.
Su cuarto solía ser mío. Antes ella dormía en el sótano remodelado, que ahora Vinca usa como espacio de lectura. Hasta hace semanas seguía habiendo cosas mías aquí, como listones de la feria de ciencias, trofeos de soccer y CD's. Mi madre no le permitió a Tamara conservar nada, le arrancó cada trozo de mí a la fuerza y el único indicio que queda del adolescente que fui son las letras de mis primeras canciones escritas en las paredes.