Gareth
La mayoría de las personas quieren ser recordadas y se preocupan por un futuro lejano que jamás vivirán. De niños no deseamos inmortalidad, nos basta con un par de risas en el presente y la constante exploración del mundo. Cuando llegamos a la adolescencia algo cambia. Comenzamos a interesarnos acerca de los nombres en los libros de textos, aquellos escritos con marcador en la puerta del baño de la escuela o enmarcados en una placa del parque. Vemos la cantidad de personas que son recordadas por diferentes cosas y puede que soñemos con serlo también, de la mano de una pasión.
Estamos tan enfocados en las estrellas que nos olvidamos del cielo nocturno sin el cual ninguna de ellas podría brillar.
Hay más personas olvidadas que recordadas y no sería sin las que se olvidan que podríamos admirar a las que no. Seríamos incapaces de hacer memoria de cada ser que respiró, pero sabemos que existieron y gracias a ellos estamos aquí. A veces siento que no honramos a nuestros antepasados más allá de nuestros abuelos —si es que llegamos a eso—, otras veces no estoy seguro de si debemos honrarlos, porque al final del día somos nosotros los que estamos aquí. Deberíamos ocuparnos de vivir con ese tiempo.
Pasado pisado dice el dicho popular.
Ser famoso es formar parte de un círculo de élite, asegurarse de que tu nombre se escuchará sobre la tierra cuando tú estés bajo de ella. Crees que puedes controlar el futuro, pero nadie puede. La historia muestra que líderes aclamados en sus épocas son hoy nombrados con odio. Lo que hiciste bien ayer o te pareció hacer bien a los ojos de la actualidad puede ponerte en la piel de un villano. A los que trataban de plagas e inadaptados puede que hoy los aplaudamos por su coraje y su fresca perspectiva de época, a pesar de que algunos ni siquiera querían reconocimiento o, tal vez, fueron callados con violencia.
Hay dos tipos de estrellas, las que quieren brillar para siempre y aquellas a las que les basta con brillar lo suficiente para ayudar a quienes viven mientras ellas lo hacen. Puede que empieces siendo una y termines convirtiéndote en la otra.
Nunca aspiré a ser una, pero cuando empecé a transformarme en una estrella deseé con todas mis fuerzas ser de la segunda clase. La idea de un nombre inmortal es atractiva, pero ¿se puede sentir orgullo o satisfacción al estar muerto? No. Aunque una canción mía ayude a alguien del futuro, mi meta es el presente, porque somos los vivos los que sufrimos mientras tanto.
No fui descubierto por cantar en la calle. Mi voz no era tan buena. No tenía una trágica historia detrás para llamar la atención. A los veinte me presenté en cada discográfica que conocía y subí videos a las redes. Internet me viralizó y Orson me contactó por correo de una forma poco usual. Me preguntó si sabía lo que era una canción. Creí que la respuesta era tan obvia que en realidad debería ser más rebuscada. Pensé por dos días y al tercero contesté:
Una canción es una persona hablándole a otra.
Cerramos un contrato. Empecé a escribir y a cantar, él a producir y promocionar. No sé en qué momento, pero de pronto estaba en lujosas fiestas que solo veía en las películas y la gente gritaba mi nombre al verme en el supermercado. Nada cambió en mi aspecto más íntimo, pues seguía almorzando los domingos con mi madre y mi hermana, componía de la misma forma que lo hice durante toda mi vida —sentado en el piso de mi dormitorio, con snacks—, pagaba cuentas y me aburría en algún punto. Fue mi exterior el que cambió. Eso es lo que nadie te dice de la fama: por fuera todo cambia y, aunque puede afectar lo que hay puertas adentro, cabeza y corazón jamás pueden ser cambiados de verdad.
La inmortalidad no se siente ni se toca ni se ve. No existe mientras vivas, solo cuando mueres. Ser inmortal es como comprar un suéter que nunca podrás usar pero aún así debes cuidar.
Yo no lo he hecho.
Me recordarán como el cantante que drogó y violó a Dove Brondel.
Cuando eres el cielo tus errores quedan ocultos en una oscuridad que solo conocen los que te rodean, pero cuando eres una estrella arrojas luz sobre todos tus pecados para que los demás los juzguen.
Abro la nevera una y otra vez durante la noche, como si mágicamente fuera a aparecer algo para comer. Ya bebí alcohol con el estómago vacío. Si quiero seguir ahogando penas necesito algo sólido, así que preparo avena y me llevo el tazón a la habitación, donde mi guitarra y mi desgastada libreta esperan por otra sesión. Me siento en el suelo y saboreo la insipidez de la comida mientras releo lo último que escribí.
Apareciendo de la nada
como una estrella fugaz,
tan abandonada,
desnuda en alma y perspicaz.
Tan real que dolía
percatarse de que en realidad,
mis sentidos adormecía
con vodka y algo más
—Ese algo más eres tú —digo a la avena pegada a la cuchara que doy vuelta y sostengo en el aire.
Se ve incomible, como debo lucir en este instante.
Decido apartarla. Vomitar no mejoraría mi noche, pero tampoco podría empeorarla.
En el momento donde soltaron las botellas y explotaron al impactar contra las piedras supe que se trataba de mi reputación. Escuchar a Carly llorar y a Alodie gritar desde las entrañas me hizo chocar contra la realidad luego de haberla esquivado desde que me contrató.
Tuve que alejarme de mi familia no solo porque mi madre dijo que no quería verme nunca más, sino porque la gente podría tomar represalias con ella. A veces las personas no saben culpar de forma individual, es como si estar relacionado con alguien que hizo algo malo te convirtiera en el enemigo sin importar las circunstancias.