Una luz difícil de encontrar

12. Si muero, no hagas eso

Alodie

—¿Te sientes mejor?

Carly asiente desde la camilla donde está sentada. Lyon le venda el último corte a pesar de que cualquier enfermera o interno podría hacerlo por él. Pensé que ella lloraría cuando le tuvieran que quitar con pinzas los fragmentos de vidrios más pequeños, pero el doctor la distrajo contándole sus anécdotas de viaje, desde el mono que le robó el teléfono en las Cataratas del Iguazú en Argentina y con el cual tuvo que negociar con bananas, hasta el Oso Bezudo que vio nacer en Bangladesh. Sé que dice la verdad porque vi las fotografías en su casa, aunque no tengo ni idea dónde queda eso.

En geografía no me iba del todo bien, tengo suerte con aprender dos calles de esta ciudad en la que viví toda la vida.

—¿Por qué esos hombres fueron tan malos con nosotros, tía Al?

Descruzo los brazos y me aparto del umbral de la puerta. Abro la boca porque quiero darle una respuesta, pero nada sale porque lo que deseo decir no es lo mismo que lo que debo.

Mis ojos se encuentran con Lyon. Está serio, pero su mirada es suave como el algodón que usó para desinfectar las heridas de Carly. No sé si siente pena o una exasperación apaciguada por el agotamiento de su turno.

—Fuiste una paciente ejemplar —dice a la niña—. Limpiaré los cortes de tu tía en la habitación contigua y luego te traeremos algo de la máquina expendedora. Mientras tanto la enfermera se quedará contigo, ¿sí?

En el otro cuarto tengo la intención de lanzarme a la camilla y que me lleven a cirugía. Me gustaría que abran mi cabeza y me digan con exactitud qué pasa ahí arriba, porque estoy pensando en muchas cosas y ya no sé cuáles son coherentes y cuáles no. Es como si las últimas horas no pudiera diferenciar si he estado viviendo de verdad o solo viendo una película.

Me cuesta creer lo que sucedió, aún más aceptar que fui yo la que lo permitió.

—Era mi empleado, lo contraté hace poco —explico. No sé si iba a preguntar qué hacía con él, pero necesito que sepa que no dejaría a alguien que considero un peligro estar cerca de mi familia—. Debí haberme dado cuenta de que algo marchaba mal... ¿Vive en un penthouse pero acepta trabajar por un par de dólares para alguien como yo? ¿No habla de sus amigos y familia? —Lyon limpia mis cortes con cuidado y se detiene para quitar un trozo de vidrio—. Estábamos en la playa. Unos borrachos aparecieron y empezaron a decir cosas horribles, pero creí que lo decían por efecto del alcohol y por imbéciles. Fui una estúpida. Tendría que haberlo investigado, ni siquiera sé quién es o si de verdad se llama Gareth.

«¡Mejor que tú y la niña sangren por un par de cortes pero se alejen de él a que el desgraciado les quite la virginidad a ambas a la fuerza!».

—No te mintió sobre su nombre —contesta.

—Pero sí respecto a todo lo demás.

Tira los residuos ensangrentados y los guantes de látex a la basura. Se acerca a la camilla y me contempla con una impotencia cuyo origen no detecto.

—No todos los que mienten son malos, Alodie. No me preguntes cómo lo sé, pero Gareth Glance no lo es. Es mentiroso, sí, pero no es lo que dicen en la prensa.

—Pero me dijiste que no me moviera, y lo echaste —recuerdo confundida—. Creí que tú...

Pensé que alertaría a la policía, que le daría una paliza, que llamaría a seguridad para que lo arrojaran a la calle o algo parecido.

—No es malo, pero estar cerca de él lo es —especifica.

Tocan la puerta y un enfermero asiente con la cabeza en nuestra dirección a modo de saludo.

—Doctor Chomsky, está el quirófano listo.

—En un segundo estoy afuera.

El chico se marcha y Lyon ahueca con rapidez mis mejillas y deposita un beso en mi frente antes de darse la vuelta, pero salto de la camilla y tiro de su manga. Soy incapaz de irme sin respuestas.

—¿Tú conoces a Dove Brondel?

Es la única explicación que puedo concebir: ella fue su paciente y le dijo que Gareth no hizo nada de lo que lo acusan.

Sin embargo, mi teoría cae a pedazos.

—No, lo siento. Debo irme, pero prometo que hablaremos luego.


                                                                                      *

Marine me matará.

No fue al hospital porque ya estábamos arriba de un taxi, camino a casa. Al pasar por la puerta alzó a Carly en brazos y la llevó al piso de arriba. La abrazó como si sus pulmones fallaran y ella fuera un tanque de oxígeno, mientras le recitaba un poema que memorizó de niñas.

No me dijo nada. Fingió que no existía.

Ahora encuentro a Ruby, la nana, dándole el biberón a Jones. Me mira sobre sus gafas, que siempre están al borde de caerse de su achatada nariz. No necesita poner nada en palabras. Es la mirada que me dirige para hacerme saber que Ine está enojada y que es mejor darle su espacio.

—¿Puedo sostenerlo? —Extiendo los brazos—. Me vendría bien abrazar a alguien que no piense que soy una idiota.

—El niño no tiene edad suficiente para tener una opinión sobre las personas que lo rodean, pero si la tuviera es muy posible que te considerara dicha idiota. —Pensativa, emite un sonido. Ese que se forma cuando te rascas el paladar con la lengua—. No creo que la señora te quiera cerca de cualquiera de sus hijos por un tiempo.

—Por favor —suplico y flexiono los dedos.

Me lo entrega con un suspiro. Aunque Marine sea "La señora", yo aporto para el sueldo de Ruby en lugar de pagar mi parte de los impuestos. Me lo entrega y me pregunto qué le dijo mi hermana o si le contó algo en absoluto. Al teléfono solo comuniqué que Carly y yo habíamos ido a la playa y luego a urgencias por un accidente. No mencioné a Gareth porque quería explicárselo cara a cara, aunque de la mía no quedará mucho cuando le diga que pasamos el día con un presunto... Ni siquiera puedo pensarlo. Todavía trato de asimilar que el hombre que me ayudó a armar la cuna de mi sobrino es el mismo que acusan de drogar y violar a una chica, y a su vez del que Lyon me dijo que no debo preocuparme.




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