Una luz difícil de encontrar

13. La superbofetada

Alodie

Ya es mediodía cuando despierto y enciendo el móvil. Tengo una aplicación en el teléfono para saber quién deja de seguir mi página de Facebook e Instagram.

Una persona.

Dos.

Dieciocho.

Ciento quince.

Dos mil ochocientas treinta y tres.

Tres mil quinientas sesenta y siete.

Cinco mil.

Las notificaciones llueven como meteoritos. El sonido de una no termina de emitirse antes de que otra la interrumpa. El aparato sube de temperatura en mis manos mientras trato de leer cada mensaje que aparece y desaparece en la pantalla para dar lugar a otro aún peor. Veo cómo el negocio en el que he invertido los últimos años de mi vida se desintegra en cuestión de minutos. Clientes cercanos y desconocidos decepcionados, indignados y furiosos arremeten con el arma más antigua y mortal que ha creado el ser humano: las palabras.

«No sabía que eras la clase de mujer que defendía a los abusadores, púdrete».

«Ojalá Gareth Glance muera. Ojalá tú te mueras. Me repugnas».

«Tus próximas compradoras serán reclusas. Deberían encerrarte por apoyarlo».

«Estoy muy triste de que hayas elegido este camino, Alodie. Te solía admirar».

Me pongo una chaqueta y me ato el cabello con torpeza. Salgo con las botas en una mano y el teléfono en la otra, sin siquiera lavarme la cara. Necesito que Lyon me cuente lo que sabe. No soy tan valiente como para abrir Google y buscar el nombre de Gareth. Temo leer tanto mentiras como verdades a este punto y no quiero hacerlo sola.

Al atravesar el patio veo a mi hermana a través de la ventana de la cocina mientras prepara el almuerzo. Desacelero esperanzada de que quiera hablar, pero recapacito y sigo. La herida es fresca. Es difícil cuando alguien se enfada contigo y no sabes por qué, pero lo es más cuando entiendes el origen de su enojo y sabes que está justificado.

Cuando cruzo la cerca y llego al jardín delantero, me atacan.

Se aproximan como cavernícolas desesperados por un animal, solo que estos usan micrófonos en lugar de lanzas y cámaras con flash para reemplazar las antorchas. Se empujan entre sí para estar frente a mí y sus voces se superponen. Trato de avanzar pero trastabillo una y otra vez con cables que provienen de una camioneta de televisión estacionada frente a la casa.

—¡Señorita Escaballán, ¿cómo conoció a Gar Glance? ¿Era consciente de que estaba acusado de abuso cuando decidió iniciar una relación amorosa con él?!

—¡¿Le confesó qué le hizo a Dove Brondel? ¿Cómo se siente respecto a eso?!

—¡¿Tiene problemas personales con su hermana y por eso le entregó su sobrina a Glance?!

Quiero pedirles que retrocedan, pero estoy tan abrumada que me quedo sin voz por primera vez en mi vida. Las preguntas se acumulan una sobre otra hasta el punto donde escucho un ruido sordo constante. Debo parpadear porque la luz del mediodía y las cámaras me irritan los ojos y mis piernas se desorientan al tropezar otra vez. Los desconocidos me presionan por todas partes. Alguien clava un micrófono en mis costillas y otro me golpea sin querer la mandíbula con su grabadora en el intento de mantenerla cerca de mi boca.

No sé cómo llego a la calle, pero termino acorralada entre un auto de alta gama y ellos. Una de las puertas se abre desde adentro y no lo pienso. Necesito escapar porque siento que voy a desmayarme. Se me está bajando la presión.

Cuando echo la traba y ellos se abalanzan contra las ventanas me siento en una jaula, pero al menos hay algo que nos separa y los vidrios están polarizados.

—Buenos días, Alodie. Soy Sadie Vischetelli.

La mujer tras el volante pisa el acelerador y me rescata de los periodistas. Es delgada como el papel, envuelta en un traje de tres piezas blanco que contrasta con su piel caribeña. Sus joyas son escasas, pero capto el reflejo de dos aretes de oro cuando ladea la cabeza para dedicarme una sonrisa cautelosa.

Estoy por darle las gracias cuando veo la carpeta y la pila de papeles en el salpicadero. Permanezco callada porque no puedo agradecerle a alguien que me salvó de los medios con la intención de que me sintiera en deuda y le diera una primicia.

—Si eres periodista voy a pedir que detengas el auto. No tengo nada que hablar contigo.

—No soy periodista, soy supermodelo.

Quiero reír. No porque no le crea, sino por lo extraña que suena la frase en este contexto. No sé si eso me tranquiliza o me inquieta, sobre todo la parte de super. Lo dice muy casual, y tal vez tiene que ser así, después de todo no deja de ser un trabajo.

—¿Y estabas de casualidad estacionada fuera de mi casa, Sadie?

Apoyo una mano en mi frente y cierro un segundo los ojos para recuperarme.

—No me dejaste terminar. También soy la ex de Gareth.

Abro los ojos otra vez.

Tendría que haber enfrentado mis demonios y haber investigado en internet, pero recuerdo a Gareth decir que su última relación terminó mal. Al principio creí que se habían separado por cosas normales de pareja, pero es poco probable ahora que conozco la condena social que lleva sobre sí.

—No voy a quitarte tiempo porque tampoco tengo mucho, así que iré directo al grano. Me separé de Gareth en cuanto salió a la luz el video. Cuando te vi ayer en las noticias supe que no lo habías visto porque ninguna mujer le permitiría acercarse después de eso. Vine a advertirte que la amenaza es real. Yo tampoco quería creerlo, pero las pruebas no mienten. Mi prometido dice que no debemos dejarnos engañar solo porque endulza sus palabras con todos. Ese hombre debe estar solo en prisión, y para eso necesitamos tu ayuda.

Apoyo las manos en el salpicadero y dejo caer la cabeza entre los hombros un momento. Sabía que quería algo, pero esto se trata de algo más grande que ella. Sé el discurso que soltará. Si le pasó a una, puede pasarle a otra. Lo conozco. Lo apoyo. Lo defiendo.




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